miércoles, febrero 25, 2004

Cuento megachingón, cercano a una obra maestra

"Ignorancia"

-- de: José González Méndez


Susana recorrió por enésima vez la habitación en busca de sus calzones. Eran casi las cinco de la mañana y estaba obligada a realizar una escala hasta su casa para cambiar de atuendo: de Revolución a la Portales y de vuelta a Viaducto para comenzar labores en la Subsecretaría de Fomento Educativo en punto de las seis. Con más de veinticuatro horas sobre los hombros, se sintió exhausta, aunque satisfecha por haber cumplido el acuerdo pactado con Arturo, según el cual ambos debían terminar esa noche, en cualquier lugar, juntos.

Cuando la luna halló el cenit, escaparon por las viejas calles del Centro Histórico. El calor de la fiesta la asfixió y pronto necesitaron del aire nocturno, que ascendió primero por sus piernas y perforó luego sus fosas nasales.

Ahora Susana se encontraba en aquel hotel, en su apremiante labor, aunque sin éxito aparente. Le pesaban el tiempo y los párpados, los movimientos y el ánimo. Absorta en esa delicada tarea, se preguntaba si sería capaz de cumplir otro ciclo de veinticuatro horas sin dormir, justo cuando Arturo la sacó del trance.

–Perdóname... no sabía.

–No te preocupes –devolvió ella con tranquilidad.

–No sabía... pensaba que...

Arturo se refería, desde luego, a las ocasiones anteriores en que salieron a divertirse, como ocurría desde los tiempos de la universidad. Sólo que aquí "salir" significaba terminar juntos, exhaustos los cuerpos, sin que ello implicara responsabilidad "colateral" alguna.

En algún momento de esa rutina de ocho años, odiaba reconocerlo, Susana se enamoró. Y esa debilidad repentina representaba una violación a ese sencillo acuerdo, prolongado sólo por el deseo mutuo de comerse a dentelladas, sin ninguna consecuencia emocional.

Serían "huecos" –se habían dicho– cuya función primordial era "llenarse". Por eso habían convenido en que los encuentros fueran espaciados y resueltos con una llamada, pocas horas antes de concretarse. Simple, sin cláusulas especiales ni letras chiquitas.

Susana descubrió con cierto miedo que había violado el pacto y se reclamó hasta el cansancio. Fallaba, no sólo a su amante en turno –que era lo menos importante–, sino a sí misma. La posibilidad de compartir su intimidad con alguien, incluso con algún desconocido, no le asustó nunca, pero sí hacerlo con alguien a quien la uniera un lazo emocional, fuera éste o no correspondido.

Pensar en eso o, mejor dicho, corroborarlo, le puso de mal humor. "No otra vez", se dijo. "No la dependencia que asfixia, que lame, que lacera. No otra vez los lapsus de ternura, las caricias fastidiosas, la mierda sentimental", se repitió con crudeza.

Volteó para mirar a Arturo y lo encontró soso, inapetecible. Buscó con detenimiento en aquel rostro: esperaba encontrar algún interés por la confesión de su enamoramiento repentino, pero nada descubrió; ni un atisbo. Arturo yacía en la cama tratando de explicarse algo que ella había enfrentado, asimilado, superado meses atrás, pero la insistencia de éste le trajo de nuevo el fastidio. Comprobó que un hombre insistirá únicamente en aquellos aspectos de una conversación en la que se le reconoce, a veces por llenar algún vacío, alguna virtud.

Arturo permanecía tendido, efectivamente, en un ensimismamiento abrupto, y se imaginó de pronto en la situación de Susana.

–Perdóname –repitió en tono de excusa.

–Ya, no vuelvas a preocuparte. Total, ya entendí, la pendeja soy yo... Y además, eso pasó hace mucho tiempo. ¿No los has visto?

–Sí, pero acabó de hacerte el amor, ¿eso no importa?

Los focos internos de Susana se prendieron en ese instante. Esa aseveración, se dijo, no puede quedar impune. Hacer el amor es distinto de coger, de follar, de tirarse una aventura. Susana, como todas las mujeres, comprendía eso perfectamente. La respuesta vino enseguida.

"Ni madres", gritó, luego de haber girado los 180 grados necesarios para dar a su respuesta la gravedad debida:

–¡No! –repitió.

–No qué –replicó Arturo.

–¡No me hiciste el amor! –dijo ella con claridad.

–¿No? ¿Entonces qué hicimos?

–Me penetraste, Arturo.

–¡No, no, no! Eso se llama hacer el amor aquí y en China –refutó él tratando de redimir inútilmente al género humano.

–No, sólo me penetraste –devolvió Susana sin aspavientos.

–Y según tú, ¿qué se necesita para hacer el amor? –preguntó Arturo con sorna.
Susana regresó a su actividad primordial, soslayando la pregunta. Revisó el costado derecho de la cama y luego el izquierdo, miró debajo de ambos burós, en el lavamanos, y nada; corrió nuevamente las cortinas, entró y salió del baño, buscó detrás de la televisión –por si acaso–, debajo de la mesa, en el jacuzzi, y tampoco.

Arturo interrumpió para rescatar el hilo de la discusión.

–¿Qué se necesita, Susana? –preguntó con fastidio.

–¿No has visto mis calzones? –evadió ella sutilmente.

–¡¿Qué se necesita, carajo?! –repitió Arturo fuera de sí.

Susana percibió la desproporcionada inflexión de aquella voz y buscó el matiz exacto para explicar que hablaban de conceptos distintos. Buscó y rebuscó dentro de sí, pero ante la impertinencia del hombre y su abismal ignorancia para advertir esta diferencia primaria, cambió de parecer, aguzó su respuesta y atacó en igual tono:

–¡Enamorarme, pendejo! –dijo con vehemencia, pero sus calzones nunca aparecieron.



José González Méndez, México; narrador y periodista, actualmente labora en el suplemento Masiosare, de La Jornada.

Tomado de la Jornada Semanal