domingo, mayo 16, 2004

Un excelente cuento zacatecano

Pues puras buenas noticias. Shelley, mi novia, está aquí. Me siento un hombre completo. Casi no me cabe la felicidad. Pero el motivo de este post es compartir con ustedes un sorprendente cuento que encontré en el suplemento La Jornada Semanal, cuyo autor se llama Simitrio Quezada. Esta semana se publicó un especial sobre literatura joven de Zacatecas, y de todos los textos del suplemento éste fue el que más me impresionó. Espero que lo disfruten tanto como yo. Shelley les manda saludos.

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Detalles más, detalles menos

de: Simitrio Quezada


Tanto se insultaron, se hirieron tanto, que ya no podían separarse. Jaime venía de una unión libre malograda y Rina de un noviazgo de ocho años tan apasionado como fallido. Se encontraron como aves huérfanas, insectos acosando un foco, hojuelas de nieve que caen en el mismo charco. Se reconocían desafortunados y obsesivos. Se necesitaban para quejarse; para matar y morir en episodios naturalistas, en remedos de novela rosa depresiva. Jaime mordía los labios de Rina para sentirla amada y ella presionaba sus omóplatos con un denuedo impostado.

Se citaban en Sanborns para tomar el café más irritante. Entre chinas poblanas se reprochaban tardanzas y celos. Tras pagar la cuenta y no dejar propina, iban al depa de Jaime a masturbarse con rabia: él encajaba la lengua, atento a sus gemidos; ella le oprimía el miembro en intentos de una venganza que no comprendía.

Habían nacido para encontrarse y destruirse, si no con amor, sí con misericordia. Un hado nietzscheano los destinó a tener pasados negros para que su eclipse fuera mutuo solaz. Siempre buscaban consolarse con música de Piazzolla y baños de licor barato. Sus sesiones amatorias no tenían nada de extraordinario, pero fingían placer para engañar al otro. Sin lugar a dudas formaban una pareja justa.

En ausencia de Jaime, ella iba al departamento a escribirle poemas en la pared y los firmaba con vino. Pero el jueves en que él decidió regresar con su ex, la firma de Rina fue de sangre.

Todo comenzó con Irma Arras. Amiga de la ex de Jaime, una tarde vio a Rina con el casado y fue a contar todo. Después de agradecerle, Olga telefoneó a Jaime para que fuera por las cosas que aún estaban en su casa. Cuando él llegó, Olga quiso recuperarlo con su desnudez, esperándolo sobre la piel de tigre donde antes hacían el amor. En un principio él se resistió, pero la lengua de ella fue subiendo por su muslo izquierdo. Cayeron abrazados sobre el escritorio de caoba, cerca de la foto que se tomaron en su último viaje a El Tajín.

En el fragor de la segunda acometida, sonó el celular de él y Olga lo alcanzó para apretar el botón Contestar. Eso descontroló a Jaime: supo que hablaba Rina, quien lo esperaba desde hacía veinticinco minutos para ir al cine. El tiempo había pasado rápido para él y, a pesar de su respiración ajetreada, no cortó la comunicación; pero al quitarle el teléfono a Olga tampoco supo qué excusa inventar. Volteando a la ventana, la ex ocultaba su sonrisa de triunfo. Rina sospechó lo que sucedía y colgó irritada. Jaime no salió de su estupor: no sabía qué hacer, ni siquiera cuando Olga lo rodeó con sus brazos para tumbarlo de nuevo.

Jaime no se explicaba lo que había hecho Olga. ¿Sabía ella que fue "la otra" quien llamaba o sólo quería averiguar quién era? ¿Por qué en medio del acto respondió a una llamada ajena y sin voltear al identificador? "No quiero saber quién era", dijo Olga. Quizá sospechaba algo. Dándole un último beso se levantó para, todavía desnuda, ir a la cocina.

Jaime se debatía entre la ira y la conformidad. ¿Sería que el destino buscaba disuadirlo de seguir con la niña de veintidós para recuperar su relación perdida? Poniéndose la trusa, pensaba en el apoyo que le dio Rina cuando la relación con Olga comenzó a perder encanto. Pero, por otro lado, los labios maduros que acababa de besar le recordaban los tiempos felices de su unión. Consideraba las noches en la selva chiapaneca, cuando formaron parte de la brigada que llevó víveres a las comunidades zapatistas. Recordaba cuando se amaron sobre un barco anclado en Mazatlán, cuando contaron estrellas cerca de un manantial en San Luis, cuando se perdieron en Sahuaripa, pidiendo aventones... Seis años de unión libre los hicieron uno frente a la naturaleza y el mundo, pero el tiempo y la esterilidad física de Olga habían desalentado a Jaime.

En cuanto a Rina, él adoraba su juventud, su risa, su ánimo rebelde. Aun así todo caía con un enojo de ella, porque entonces era un dolor incluso hablarle. Se ponía insoportable, nada la contentaba y con cada ruego era más dura. La calma llegaba sólo cuando ella quería... Las dos mujeres habían sido problemáticas: Rina era muy voluble y la afabilidad de Olga rayaba en la rutina. Pero quizá ningún amor es perfecto, consideraba. Cuando la felicidad se asienta se convierte en masa que tapona el aire, que no deja entrar corrientes a renovar sentimientos.

Olga le ofreció una cuba. Quedó mirándolo mientras él se ponía el pantalón. Ella entendía que la persuasión es mejor que cualquier amenaza. "Demos otra oportunidad a lo nuestro. No lo dejes morir, Amor..." Finalmente, ante el enojo de Rina y el placer que volvía a darle la cópula con Olga, Jaime decidió –no estaba seguro, pero lo decidió– renovar la complicidad con la ex. Mientras Olga planeaba un viaje a Huatulco, él buscaba la forma de comunicar a Rina su nueva decisión. No podía ser en persona, pero tampoco deslizándole una carta. Un mensajero era lo peor y del teléfono ni hablar. En todo caso enviaría un correo electrónico a la mañana siguiente. Parecía que Olga leía sus pensamientos, pues entonces dijo que no quería saber nada del pasado: todo quedaba atrás para iniciar mejor "nuestra nueva vida".

Cerca de medianoche, el celular despertó a Jaime. Olga tomaba un baño y no escuchó el timbre con la sinfonía 40. Desde el departamento de él, Rina lloraba con gritos, asegurándole que cometería una locura si él la abandonaba. Jaime le pidió tranquilidad pero su petición fue apagada con más gritos. En la oscuridad el hombre tomaba las llaves del coche y salía sin hacer ruido. Olga, mientras tanto, se enjabonaba el vientre, canturreando.

La pared lo recibió con letra deforme: "Se deshacen mis raíces: no vuelves a llover/ púrpura cielo, verdugo, una mujer sin rostro/ parirá la sangre y no sabrás beberla/ porque tu piel mordida/ no vestirá las huellas de mi boca." Rina aún tenía el cuchillo en su derecha y contemplaba el techo con ojos entreabiertos. Del otro lado, el reguero carmín formaba una zeta gorda entre las líneas del piso. Él lloró al mirarla y llamó a emergencias. Dos minutos después volvió a timbrar la sinfonía, con el número de Olga en la pantalla. Jaime llevó la mano a la cintura y apagó el celular.

La batalla había comenzado. A las dos de la mañana la madre de Rina enfrentó al cobarde, quien sólo agachó la cabeza. A las seis cuarenta él dejó el hospital para ir por su chequera y encontró bajo su puerta un recado de Olga. "¿Por qué juegas conmigo, Amor? Sé que duermes con otra y por eso no abres. Sólo yo puedo hacerte feliz. Que sepa que eres mío." A las ocho catorce despertó Rina, pidiendo a Jaime que la besara. Él se acercó llorando y juró nunca más dejarla. Detrás de ellos, doña Luz dudaba de aquel hombre que abrazaba a su hija.

Al mediodía siguiente, Olga leyó el correo: "from: jcamacho@hotmail.com, to: olga1964@yahoo.com... Olga: Los últimos acontecimientos me impiden continuar lo que hubo entre nosotros. He cometido errores, dañando personas que no lo merecen. Será mejor que me aleje. Quizá la oportunidad que merecemos no está en la resurrección del pasado. No me contestes, porque igual no volveré a escribirte. Adiós para siempre. Jaime."

Olga lloró de coraje y telefoneó a Irma para que la consolara. Mientras tanto, Jaime cerraba la puerta a Rina poniendo en marcha el Chevy que los llevaría a pasar la Pascua en Querétaro.

De los dolores de Rina quedaba una línea rosa en la muñeca izquierda. Por su parte, Jaime había cambiado sus números telefónicos y trataba de olvidar su debilidad. Como en ese momento el equilibrio quedaba restablecido, terminarían de reconciliarse en el motel más decente que encontraran en el trayecto. Detalles más, detalles menos, lo mismo habían hecho la vez anterior.


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