jueves, mayo 27, 2004

Un cuento de Alberto Fuguet

Para los que aún no lo conocieren, el chileno Alberto Fuguet es uno de los esritores más importantes de Latinoamérica. Estoy en proceso de conseguir su novela "Mala Onda" y su antología "McOndo". Aquí les pongo un cuento suyo, impresionante por su dureza y por su coloquialidad, por la distancia con que retrata a sus personajes. Resulta evidente la influencia de autores norteamericanos como J.D. Salinger y Charles Bukowski, filtradas a través de un desparpajo plenamente noventero y kurt-cobainesco. Alberto Fuguet, señoras y señores.

* * * * *

HIJOS
(un cuento en dos actos)

por Alberto Fuguet


I

Somos una pareja joven, sin hijos. Lo de joven es relativo. Ninguno de los dos ha cumplido treinta, es cierto, pero llevamos siete años juntos y no hemos sentido comezón alguna. La pasamos muy bien. Nos reímos sin cesar. Somos más ambient que transient. Esto es cierto. Carla no baila. Nunca lo ha hecho. No gastamos en moda ni en cosas de moda. Ninguno de los dos maneja. Nos gusta trotar a orillas del mar. Comemos hamburguesas y pollo frito, nada de sushi o vino fino nacional. Por las noches, vemos películas en DVD. A Carla y a mí nos gusta surfear la Internet tomados de la mano. Contamos con varios computadores Apple. Los coleccionamos. Ella tiene iMac color uva, yo acabo de comprarme un G3 portátil. Siempre hemos sido fanáticamente anti-PC. Creemos en la hermandad Mac.
No ganamos mal. Si sumamos nuestros respectivos sueldos, juntamos un monto respetable. El departamento de Recreo es nuestro. Invertimos más en Fondos Mutuos que en viajes no-virtuales. No estamos juntos por temor a estar solos. Carla es digital y lo sabe. No podría confiar en una mujer que no creyera en la cibernética. A veces le envío e-mails cariñosos y le escribo el tipo de cosas que no me atrevo a decirle en persona.
Respecto al tema de la descendencia: no es que no podamos procrear, simplemente no queremos. Quizás más adelante. Eso es lo que le decimos a los curiosos que no entienden (o son incapaces de comprender) que no queramos desvelar nuestras noches o endeudarnos con criaturas que, una década y media más tarde, pensarán de nosotros lo mismo que nosotros pensamos de nuestros limitados progenitores.
El que nos ayudó a tomar esta opción fue un amigo al que ya no queremos tanto. Fue por azar, no a propósito. Mauricio terminó casándose con su novia, una chica intercambiable a la que admiraba más que quería. Nada nuevo ahí. Sucede a menudo. A los diez meses, tuvieron un niñito al que bautizaron con el horroroso nombre de Beltrán. Cuando Mauricio nos solicitó ser padrinos, Carla se negó. No recurrió a tácticas diplomáticas. Por eso la quiero. Por como habla, por como piensa.
"Disculpa", le dijo, "pero no acostumbramos a apadrinar a nadie. Tú sabes lo que pienso: no hay nada más irresponsable que llenarse de responsabilidades".
Seis meses después, la nana arequipeña que contrató Mauricio se tropezó sobre el piso encerado y el niñito, que estaba en sus brazos, voló a través de un ventanal que estalló en mil pedazos. Beltrán no se mató y sus cortes fueron mínimos: aterrizó sobre unos arbustos que había en el patio. Un milagro, sostuvo Mauricio, que es agnóstico. Su cónyuge fue inyectada con sedantes varios.
Acompañamos a Mauricio esa noche. Le preparamos comida. Mauricio nos habló de su amor incondicional por Beltrán. Quedamos impactados por la fuerza de su pasión. Hasta que nos dijo lo que ninguno de los dos quisimos volver a escuchar:
"El lazo que he establecido con él no se compara con lo que siento por ella. Si mi mujer se muriera, derramaría diez lágrimas. Si Beltrán se enfermara, no dudaría en asesinarla como acto de ofrenda con tal que mi hijo se mejorara".
Esa misma noche Carla me insinuó la posibilidad de quizás traer un perro a casa. Algo pequeño, civilizado. Un chihuahua, por ejemplo. O uno de esos Hush Puppies. "Un ser que nos una, pero no nos separe", me susurró en medio de la oscuridad.
Eso fue hace un año. Sí, un año.

A Carla y a mí nos gusta estudiar. Cursamos un MBA en la Universidad Adolfo Ibáñez. Luego de graduarnos, decidimos asistir, en forma sistemática, a cursos de formación integral para no perder el hábito. Hace poco participamos en uno sobre Clonación y Cibernética. Gozamos con otro, dictado en la Federico Santa María, llamado "Parábolas de la Postrimería: hibridez y caos en América Latina."
Este semestre nos inscribimos en un curso vespertino titulado "Plano Secuencia: Cine-Documental y Cine como Documento". Lo ofrece la Católica de Valparaíso. El profesor que lo dicta es un señor llamado Bartolo Paternostro Villalba. Debe tener unos setenta años y es muy bajo. Minúsculo. Casi enano. Es proporcionado y todo, sólo que es bajo. Bajito.
El señor Paternostro Villalba estudió medicina y ejerció, por años, como pediatra. Sus manos son como las de un niño. Lo suyo, sin embargo, es el cine. Dirigió y produjo, a pulso, cinco documentales, filmados durante los 50 y los 60. Por lo que averiguamos, son legendarios en toda Europa. Tuvimos el privilegio de ver los cinco en clase. Quedamos especialmente admirados con "Pelusón/Polizón", el retrato de dos chicos vagos que viven en los cerros del puerto.
El doctor está casado con una señora también muy baja. Redonda como una pelotita, casi. En rigor, no es tan baja. Si se hubiera casado con un tipo de una altura media, nadie la vería con ojos liliputienses. Como pareja, en cambio, se restan centímetros. Uno los ve caminar por los pasillos de la universidad y, de lejos, cree que son niños disfrazados. Aquellos que no los conocen se apartan de ellos con cara de espanto.
La señora del doctor se llama Celinda Guillermoprieto y fue una célebre actriz de radioteatros. Su tono de voz es bajo, áspero, inquietante. Celinda es mayor que don Bartolo, bordea fácilmente los ochenta. Se sienta en la primera fila de la clase y toma apuntes de cada una de las palabras que emite su marido. Celinda luce una piel muy clara y, entre su decrepitud, sus diminutos ojos verdes alegran el frágil conjunto. Pero es su pelo, negro azabache, sin una cana, el que distrae y apabulla.
Una noche, después de clases, nos fuimos caminando y, no recuerdo bien cómo, terminamos comiendo en un restorán llamado Hamburgo. La cena dio paso a una suerte de rito. Así, cada jueves, después de clases, los cuatro nos vamos a cenar. Nos turnamos en el pago.
Demás está decir que Carla y yo disfrutamos muchísimo de la compañía de esta singular pareja. Nos divierten y sorprenden. Aprendemos tanto de los dos. Es primera vez que confiamos en gente mayor que nosotros. Supongo que nos proyectamos en ellos. Puede ser, no lo vamos a negar. A diferencia de la mayoría de los matrimonios de avanzada edad, en ellos no hay indicio de fatiga. Tampoco resentimiento. No tienen hijos, por cierto. Están juntos porque nada los ata excepto el deseo de potenciarse.
Un par de semanas atrás, el doctor nos mostró una vejada copia en 16mm de "El acorazado Potemkin". Si bien el curso no incluía cine ruso, Paternostro Villalba usó la obra de Eisenstein para ilustrarnos dos ideas que, para él, son claves: el montaje como instrumento revolucionario y el cine como manifiesto. La famosa escena de las escaleras de Odessa de inmediato me recordó la secuencia en la estación de tren de Chicago de "Los Intocables" con Kevin Costner. Se lo hice saber. Paternostro no sabía de qué le hablaba. Tampoco conocía, ni de referencia, el trabajo de DePalma.
Esa noche los cuatro nos fuimos caminando por la estrecha calle Esmeralda. A poco andar, me quedó claro que no contaban con un video-grabador. Tampoco tenían televisor. Ni hablar de un computador. Es más: hacía años que no veían un filme en un cine comercial.
De inmediato sentimos que se abría una posibilidad de crecimiento para nosotros. Les explicamos lo que era la red, en qué los chat rooms, el RealAudio. "Ahora uno puede enviar cartas sin papel, sin estampillas, sin ir al correo. Basta apretar un botón y ya llegó a su punto de destino". Nos miraron como si fuéramos de otro planeta. A la clase siguiente, les imprimimos información que bajamos del Internet Movie Data Base (www.imdb.com) respecto a sus propios documentales. Los diminutos ancianos se quedaron con la boca abierta.
Carla fue la que me sugirió regalarles el PowerBook 520c que teníamos fondeado en un closet. "Les puede cambiar la vida", me comentó fascinada. Ese martes nos acercamos a los Paternostro y les contamos de nuestra oferta. Celinda la rechazó sin titubear. Nos dijo que no podían aceptar un regalo tan oneroso. Les explicamos que no eran tan caros como ellos pensaban, que ya no eran artefactos de lujo sino de consumo. El doctor arguyó que ya estaban muy viejos para aprender cosas nuevas. Insistimos.
"Podrán leer diarios extranjeros, buscar trivia, llenarse de información. No saben el gozo que eso da".
Luego de intrincadas deliberaciones y varios desvíos por el plan, terminamos frente a la Plaza Victoria con ellos claudicando frente a la modernidad. Nos citaron para el día sábado, a la hora del té, en su casa del cerro Cordillera. Antes de despedirnos, guardamos el mapa que nos dibujaron en un trozo de servilleta.


II

La casa no es una casa sino un departamento escondido detrás de unos frondosos pimientos al final de un estrecho callejón. El departamento forma parte de un pequeño y rechoncho edificio con aspecto de astillero. Toco varias veces el timbre.
No hay respuesta.
El viento marino golpea las planchas de zinc de las casas vecinas. El cerro se mece.
Una reja de fierro forjado me impide ingresar. La empujo y cede. Estaba abierta.
Ingreso: mis pasos retumban con eco de sintetizador. La humedad acumulada dentro es intensa. El sol acá no llega. Subo una escalera ciega, tipo caracol. En el tercer piso me enfrento a una puerta metálica. A un costado, un letrero dice:

Dr. Villalba Paternostro, Pediatra. Horario de consulta: 16 a 19 horas.
La golpeo.
Me abre la minúscula Celina, con su pelo inflado de laca.
El doctor está, como siempre, de terno y corbata. Impecable. Aunque, en este contexto, su traje se ve caduco, anacrónico.
–Cuidado con Perséfona -me advierte.
–¿Cómo? -pregunto.
El doctor señala: en el suelo, sobre una esponjosa alfombra persa, yace un gato, negro como el pelo de Celinda. Es un gato gordo, hinchado. Una gata, para ser exacto. La luz es débil y no distingo mucho. Veo una mancha, más bien.
–No la vayas a pisar -me subraya Paternostro-. La pobre está un poco indispuesta.
Basta que me diga eso para que sienta que mi pie cobra vida propia. Tengo que controlarme para no pisar la bestia.
–¿Te gustan los gatos?
Miro al doctor y, antes de intentar escoger una mentira, le respondo lo que siento con los ojos.
–Prefieres los perros -me responde.
–La verdad es que sí.
–Grave error. Los perros, como los niños, terminan abandonando la casa. Los gatos siempre vuelven.
No sé qué responderle. Le sonrío incómodo, tenso.
–Siéntate acá, con nosotros, en esta mesa -me ordena Celinda-. Ibamos a tomarnos un anís. ¿O quizás prefieres una taza de té?
–No, no, no. Un anís me parece bien.
El doctor se aleja a la cocina. Celinda me observa y, luego de un rato, me dice:
–¿Y tu mujer, muchacho? ¿Por qué no vino contigo? Ustedes siempre están juntos. Parecen siameses.
–Está indispuesta. No se sentía bien -le respondo-. Pero les envía saludos.
Celinda abre una cigarrera y elige un delgadísimo cigarrillo oscuro. Antes de encenderlo me pregunta:
–¿Le dolía la cabeza?
–Se sentía debil, con jaqueca, sí. Y un poco de fiebre. Malestar estomacal.
–¿No llamaste a un doctor?
–No es para tanto. Le tocó una semana dura en el banco. Yo creo que necesita descanso, eso es todo.
–¿No estará embarazada?
–No lo creo.
–¿No lo crees o no lo sabes?
Bartolo regresa a la sala con una bandeja con una botella de Anís del Mono, tres vasos, una hielera y un sifón con soda. En un pocillo hay dos docenas de huevitos de codorniz con su cáscara cubierta de lunares. Celinda sirve los tragos como una profesional.
–Veo que llegaste sin Carla y sin el ordenador -dice Paternostro.
–El computador está en ese maletín, doctor.
–Pensamos que traerías un armatoste. Una caja. Despejamos un escritorio entero.
–Ahora existen unos que son aún más delgados. Desde luego los hay más livianos.
–Quién lo hubiera dicho.
Bebemos el anís. Celinda descascara los huevos. Les saca la yema antes de salpicarlos con sal. Luego se los da al doctor. No sé por qué no me ofrece. Tampoco me atrevo a sacar. No me apetecen la verdad. Menos con el anís.
–Estoy pensando terminar un documental inédito, muchacho. A lo mejor te interesaría ayudarme. Tengo un par de latas con imágenes de María Luisa Bombal.
–Esa vieja borracha.
–Cállate, mujer. Déjame terminar. No tiene sonido. Y no creo que sean más de veinte minutos. Es ella caminando por Viña del Mar. Poco más que eso. ¿Tú crees que con la tecnología moderna podría...
Golpean la puerta.
Todos callamos.
–Debe ser el veterinario -indica Celinda-. Espero que no te moleste.
–Para nada.
–No estará más de cinco minutos -me consuela Bartolo antes de levantarse de su silla.
Lo miro atravesar la inmensa sala. Celinda lo sigue. Ambos caminan iguales, me fijo.
Un chorro de luz se filtra al abrir la puerta. Ilumina al gato. Los tres se quedan bajo el umbral, conversando en silencio.
El veterinario es un tipo color arena, de rasgos eslavos, con un corte de pelo naval. Parece un estudiante. El contraste con la edad de los Paternostro es evidente y hasta obscena. Lo mismo la altura. Mide cuarenta centímetros más que los dos, calculo.
Celinda cierra la puerta: la penumbra se apodera una vez más de la casa. El veterinario se acerca a la gata, la revisa con el tacto. Le hace un gesto a Paternostro para que la levante. No es una maniobra fácil. El animal parece pesar una tonelada. Desaparecen por una puerta de la que no me había percatado antes.
El maletín del veterinario queda abandonado en el suelo.
Me levanto y, sin saber qué hacer, desenfundo el computador. Lo coloco sobre la mesa que despejaron. Celinda aparece y recoge el maletín. Veo su reflejo en un espejo.
–Te iba a proponer justamente eso: que empezaras. El doctor quiere revisar a Perséfona. Ya no está tan joven. Tiene casi mi edad.
Luego me susurra:
–Creo que tendremos que ponerla a dieta.
–Necesito un enchufe telefónico.
–Tenemos un solo teléfono. El que está ahí. Espero que no nos dejes sin línea, niño.
–Un rato, no más. Mientras naveguemos.
Celinda me mira con cara de no entender.
–Después nos dejas comunicados, mira. Nada de cosas raras.
–Nada de cosas raras -repito.
Espero a que Celinda desaparezca nuevamente hacia la pieza en donde están Perséfona, el veterinario y el doctor Paternostro. Desenchufo el teléfono. Me percato que es de los teléfonos antiguos que se conectan con un enchufe con cuatro patas. No hay forma de conectar el módem. Quizás podría llamar a la compañía. Solicitar un cambio de sistema.
Enchufo el teléfono y, al segundo, éste suena.
Salto como si me hubieran electrocutado. Me protejo detrás de una silla. El teléfono prácticamente se sacude con cada ring.
Me acerco dispuesto a contestarlo. Deja de sonar.
Silencio.
Entonces veo al veterinario. Lo veo con una cotona blanca. Con guantes transparentes. Con una jeringa metálica en la mano. Me contempla, luego rehuye mi mirada y desaparece.
El silencio es quebrado por los gritos. Rebotan en los vidrios. Camino unos pasos, hacia la pieza. Los gritos van y vienen, como una marea. Alcanzo a ver la figura del doctor Paternostro Villalba tendido en una cama: abraza al animal.
Mi zapato pisa algo viscoso, transparente. Miro la alfombra: una poza gelatinosa, placentesca, yace en el lugar del gato. De Perséfona.
El veterinario aparece con una palangana de plástico y un montón de paños de cocina. Debe tratarse de un parto, pienso.
El doctor me mira el calzado.
–¿Usted es...?
–Amigo... Alumno del profesor, más bien. ¿Sucede algo?
–El animal está muy mal.
Bartolo vuelve a gritar. Es un llanto mezclado con palabras que no puedo desentrañar. Tampoco hace mucha falta. Es como si entendiera. Como si lo entendiera todo.
–Voy a tener que sacrificarla ahora mismo -me dice en forma seca.
Ninguna palabra llega a mi boca.
–No hay operación posible. Se trata de una hemorragia devastadora. Está muy mal, sumida en un dolor que no le permite ni siquiera quejarse.
–¿Pero ahora? ¿En este instante? No podría....
–Creo que es mejor que se retire. Yo me hago cargo. No se preocupe. Yo les digo que usted se despidió de mí.
–Hay algo que yo pueda...
–Creo que preferirían estar solos. Perséfona es como una hija para ellos. Es todo lo que tienen. Entiéndalos: no se lo esperaban. La gente sola se encariña mucho con los animales.
El doctor desaparece. Camino a la mesa y comienzo a guardar el computador dentro del maletín. Me fijo en el vaso con licor. Lo trago de un golpe. Entonces la veo. Veo a Celinda. Está a un costado.
-No te vayas. Quédate conmigo.
Celinda me estira la mano. Miro la puerta. Se la tomo. Es ínfima, fragilísima. Siento la piel blanda, las venas. Noto su palpitación. Celinda camina hacia un sofá, conmigo de la mano. No puedo hacer otra cosa que seguir. Ella se sienta. Yo la imito. Me suelta la mano y se tapa la cara con las dos.
Desde la pieza, se escucha:
-No, no, no aún... Cinco minutos más, por favor.
Nada de lo que he vivido hasta este momento me ha preparado para este instante. ¿Cómo llegué aquí? ¿Qué estoy viviendo? ¿De qué se trata todo esto?
Intento no saber. Pero algo sé. Sé que no me puedo escapar.
Celinda se sube a mi falda y se me acurruca como una niña. Es tan pequeña y liviana. Se queda ahí, destrozada, sin vida, agonizando. Le toco el pelo, se lo acaricio.
El doctor sale de la pieza. Nos ve. Se acerca.
Miro mi mano: está negra, tiznada con tintura.
–Ya está en el cielo. Ya no va a sufrir más.
Celinda se incorpora. El doctor la ayuda a levantarse. Su maquillaje está corrido.
–Don Bartolo la necesita.
Celinda no me mira. Camina tambaleando hacia la pieza. Desaparece. Me quedo en el sofá, intentando recuperar aquello que acabo de perder. Apenas, a mi pesar, sin fuerzas, me levanto y llego a la puerta. Salgo. Camino por el pasillo, bajo la escalera. Me topo con la reja de fierro. La empujo. No abre. No cede.
Al otro lado, me fijo, está lloviendo. Es de noche. Se ve poco.

© 2000 Alberto Fuguet