domingo, mayo 30, 2004

Del amor (o, who told you it would be easy?)

Disculpen la falta de palabras. Pero es que es la verdad. ¿Quién nos dijo que el amor iba a ser algo fácil? Se han dicho millones de cosas sobre el amor en toda la historia de la humanidad, pero no creo que nadie, ni una sola vez, haya dicho que el amor es algo fácil. O que la vida sea algo fácil, for that matter. Hay consuelos, momentos felices, una sensación pasajera de alivio. Y hay el amor. Pero no es fácil. Nadie nos dijo que sería fácil. José Carlos Becerra, un poeta tabasqueño, tampoco pensaba que estos asuntos fueran algo fácil. Me sumo entonces a su plegaria, a su canto fervoroso. No era necesaria una nueva acometida de la soledad para que lo supiera. El amor no es algo fácil.

* * * * *

Blues

de José Carlos Becerra

No era necesaria una nueva acometida de la soledad
para que lo supiera.
Navegaba la mar por un rumbo desconocido para mis manos.
Donde el amor moró y tuvo reino
queda ya sólo un muro que avasalla la hierba.
Queda una hoja de papel no en blanco
donde está anocheciendo.
Donde goteaba luceros una noche
sobre unos hombros limpios como verdad mostrada,
sólo queda una brisa sin destino.
Donde una mujer fundara un beso,
sólo árboles postrados al invierno.

Y no era necesario decirlo.
El corazón sin que sea una lágrima
puede sombrear las mejillas.

La ventana da a la tristeza.
Apoyo los codos en el pasado y, sin mirar, tu ausencia
me penetra en el pecho para lamer mi corazón.

El aire es una mano que está hojeando mi frente.
Mi frente donde la luna es una inscripcíón,
una voz esculpiendo su olvido.

Como humo la luna se levanta
de entre las ruinas del atardecer.
Es muy temprano en este azul sin rostro.
No era necesario enturbiar la soledad
con el polvo de un beso disuelto.
No era necesario
memorizar la noche en una lágrima.

Labios sobrecogidos de olvido,
pulsaciones de un oleaje de mar ya retirándose,
ruido de nubes que el otoño piensa.

Hay lápices en forma de tiempo, vasos de agua
donde el anochecer flota en silencio.
Hay la rama de un árbol como un brazo esculpido
por algún abandono.

Hay miradas y cartas donde la noche
puso en marcha al vacío,
a las frentes que extinguen su remoto color
sobre letras que enlazan señales de viaje.

Aquí está la tarde.
Puede enrolarse en ella quien esté enamorado.
Aquí está la tarde para designar una ausencia.

Suena en mi pecho el mundo
como un árbol ganado por el tiempo.

No era necesaria la tarde, tampoco este cigarro cuyo humo
puede ser otra mano evaporándose.

Invernará la noche en mi pecho.
No era necesario saberlo.
No tiene importancia.
Espero una carta todavía no escrita
donde el olvido me nombre su heredero.

* * * * *

viernes, mayo 28, 2004

Un sabio habla

"Concluyo: ''La fridomanía es un culto cuyos residuos providencialistas prueban lo evidente: los santos de esta época ya no provendrán de las virginidades defendidas a costa del salto en el vacío o de los aconteceres celestiales que sanan a enfermos y sanos por igual. Sino, muy principalmente, de las vidas que mezclan orgánicamente dimensión artística, autodestrucción, originalidad y radicalidad existencial.' "

Carlos Monsiváis, en plática sobre Frida Kahlo en la casa de Frida en Coyoacán.

La Jornada

* * * * *

jueves, mayo 27, 2004

Un cuento de Alberto Fuguet

Para los que aún no lo conocieren, el chileno Alberto Fuguet es uno de los esritores más importantes de Latinoamérica. Estoy en proceso de conseguir su novela "Mala Onda" y su antología "McOndo". Aquí les pongo un cuento suyo, impresionante por su dureza y por su coloquialidad, por la distancia con que retrata a sus personajes. Resulta evidente la influencia de autores norteamericanos como J.D. Salinger y Charles Bukowski, filtradas a través de un desparpajo plenamente noventero y kurt-cobainesco. Alberto Fuguet, señoras y señores.

* * * * *

HIJOS
(un cuento en dos actos)

por Alberto Fuguet


I

Somos una pareja joven, sin hijos. Lo de joven es relativo. Ninguno de los dos ha cumplido treinta, es cierto, pero llevamos siete años juntos y no hemos sentido comezón alguna. La pasamos muy bien. Nos reímos sin cesar. Somos más ambient que transient. Esto es cierto. Carla no baila. Nunca lo ha hecho. No gastamos en moda ni en cosas de moda. Ninguno de los dos maneja. Nos gusta trotar a orillas del mar. Comemos hamburguesas y pollo frito, nada de sushi o vino fino nacional. Por las noches, vemos películas en DVD. A Carla y a mí nos gusta surfear la Internet tomados de la mano. Contamos con varios computadores Apple. Los coleccionamos. Ella tiene iMac color uva, yo acabo de comprarme un G3 portátil. Siempre hemos sido fanáticamente anti-PC. Creemos en la hermandad Mac.
No ganamos mal. Si sumamos nuestros respectivos sueldos, juntamos un monto respetable. El departamento de Recreo es nuestro. Invertimos más en Fondos Mutuos que en viajes no-virtuales. No estamos juntos por temor a estar solos. Carla es digital y lo sabe. No podría confiar en una mujer que no creyera en la cibernética. A veces le envío e-mails cariñosos y le escribo el tipo de cosas que no me atrevo a decirle en persona.
Respecto al tema de la descendencia: no es que no podamos procrear, simplemente no queremos. Quizás más adelante. Eso es lo que le decimos a los curiosos que no entienden (o son incapaces de comprender) que no queramos desvelar nuestras noches o endeudarnos con criaturas que, una década y media más tarde, pensarán de nosotros lo mismo que nosotros pensamos de nuestros limitados progenitores.
El que nos ayudó a tomar esta opción fue un amigo al que ya no queremos tanto. Fue por azar, no a propósito. Mauricio terminó casándose con su novia, una chica intercambiable a la que admiraba más que quería. Nada nuevo ahí. Sucede a menudo. A los diez meses, tuvieron un niñito al que bautizaron con el horroroso nombre de Beltrán. Cuando Mauricio nos solicitó ser padrinos, Carla se negó. No recurrió a tácticas diplomáticas. Por eso la quiero. Por como habla, por como piensa.
"Disculpa", le dijo, "pero no acostumbramos a apadrinar a nadie. Tú sabes lo que pienso: no hay nada más irresponsable que llenarse de responsabilidades".
Seis meses después, la nana arequipeña que contrató Mauricio se tropezó sobre el piso encerado y el niñito, que estaba en sus brazos, voló a través de un ventanal que estalló en mil pedazos. Beltrán no se mató y sus cortes fueron mínimos: aterrizó sobre unos arbustos que había en el patio. Un milagro, sostuvo Mauricio, que es agnóstico. Su cónyuge fue inyectada con sedantes varios.
Acompañamos a Mauricio esa noche. Le preparamos comida. Mauricio nos habló de su amor incondicional por Beltrán. Quedamos impactados por la fuerza de su pasión. Hasta que nos dijo lo que ninguno de los dos quisimos volver a escuchar:
"El lazo que he establecido con él no se compara con lo que siento por ella. Si mi mujer se muriera, derramaría diez lágrimas. Si Beltrán se enfermara, no dudaría en asesinarla como acto de ofrenda con tal que mi hijo se mejorara".
Esa misma noche Carla me insinuó la posibilidad de quizás traer un perro a casa. Algo pequeño, civilizado. Un chihuahua, por ejemplo. O uno de esos Hush Puppies. "Un ser que nos una, pero no nos separe", me susurró en medio de la oscuridad.
Eso fue hace un año. Sí, un año.

A Carla y a mí nos gusta estudiar. Cursamos un MBA en la Universidad Adolfo Ibáñez. Luego de graduarnos, decidimos asistir, en forma sistemática, a cursos de formación integral para no perder el hábito. Hace poco participamos en uno sobre Clonación y Cibernética. Gozamos con otro, dictado en la Federico Santa María, llamado "Parábolas de la Postrimería: hibridez y caos en América Latina."
Este semestre nos inscribimos en un curso vespertino titulado "Plano Secuencia: Cine-Documental y Cine como Documento". Lo ofrece la Católica de Valparaíso. El profesor que lo dicta es un señor llamado Bartolo Paternostro Villalba. Debe tener unos setenta años y es muy bajo. Minúsculo. Casi enano. Es proporcionado y todo, sólo que es bajo. Bajito.
El señor Paternostro Villalba estudió medicina y ejerció, por años, como pediatra. Sus manos son como las de un niño. Lo suyo, sin embargo, es el cine. Dirigió y produjo, a pulso, cinco documentales, filmados durante los 50 y los 60. Por lo que averiguamos, son legendarios en toda Europa. Tuvimos el privilegio de ver los cinco en clase. Quedamos especialmente admirados con "Pelusón/Polizón", el retrato de dos chicos vagos que viven en los cerros del puerto.
El doctor está casado con una señora también muy baja. Redonda como una pelotita, casi. En rigor, no es tan baja. Si se hubiera casado con un tipo de una altura media, nadie la vería con ojos liliputienses. Como pareja, en cambio, se restan centímetros. Uno los ve caminar por los pasillos de la universidad y, de lejos, cree que son niños disfrazados. Aquellos que no los conocen se apartan de ellos con cara de espanto.
La señora del doctor se llama Celinda Guillermoprieto y fue una célebre actriz de radioteatros. Su tono de voz es bajo, áspero, inquietante. Celinda es mayor que don Bartolo, bordea fácilmente los ochenta. Se sienta en la primera fila de la clase y toma apuntes de cada una de las palabras que emite su marido. Celinda luce una piel muy clara y, entre su decrepitud, sus diminutos ojos verdes alegran el frágil conjunto. Pero es su pelo, negro azabache, sin una cana, el que distrae y apabulla.
Una noche, después de clases, nos fuimos caminando y, no recuerdo bien cómo, terminamos comiendo en un restorán llamado Hamburgo. La cena dio paso a una suerte de rito. Así, cada jueves, después de clases, los cuatro nos vamos a cenar. Nos turnamos en el pago.
Demás está decir que Carla y yo disfrutamos muchísimo de la compañía de esta singular pareja. Nos divierten y sorprenden. Aprendemos tanto de los dos. Es primera vez que confiamos en gente mayor que nosotros. Supongo que nos proyectamos en ellos. Puede ser, no lo vamos a negar. A diferencia de la mayoría de los matrimonios de avanzada edad, en ellos no hay indicio de fatiga. Tampoco resentimiento. No tienen hijos, por cierto. Están juntos porque nada los ata excepto el deseo de potenciarse.
Un par de semanas atrás, el doctor nos mostró una vejada copia en 16mm de "El acorazado Potemkin". Si bien el curso no incluía cine ruso, Paternostro Villalba usó la obra de Eisenstein para ilustrarnos dos ideas que, para él, son claves: el montaje como instrumento revolucionario y el cine como manifiesto. La famosa escena de las escaleras de Odessa de inmediato me recordó la secuencia en la estación de tren de Chicago de "Los Intocables" con Kevin Costner. Se lo hice saber. Paternostro no sabía de qué le hablaba. Tampoco conocía, ni de referencia, el trabajo de DePalma.
Esa noche los cuatro nos fuimos caminando por la estrecha calle Esmeralda. A poco andar, me quedó claro que no contaban con un video-grabador. Tampoco tenían televisor. Ni hablar de un computador. Es más: hacía años que no veían un filme en un cine comercial.
De inmediato sentimos que se abría una posibilidad de crecimiento para nosotros. Les explicamos lo que era la red, en qué los chat rooms, el RealAudio. "Ahora uno puede enviar cartas sin papel, sin estampillas, sin ir al correo. Basta apretar un botón y ya llegó a su punto de destino". Nos miraron como si fuéramos de otro planeta. A la clase siguiente, les imprimimos información que bajamos del Internet Movie Data Base (www.imdb.com) respecto a sus propios documentales. Los diminutos ancianos se quedaron con la boca abierta.
Carla fue la que me sugirió regalarles el PowerBook 520c que teníamos fondeado en un closet. "Les puede cambiar la vida", me comentó fascinada. Ese martes nos acercamos a los Paternostro y les contamos de nuestra oferta. Celinda la rechazó sin titubear. Nos dijo que no podían aceptar un regalo tan oneroso. Les explicamos que no eran tan caros como ellos pensaban, que ya no eran artefactos de lujo sino de consumo. El doctor arguyó que ya estaban muy viejos para aprender cosas nuevas. Insistimos.
"Podrán leer diarios extranjeros, buscar trivia, llenarse de información. No saben el gozo que eso da".
Luego de intrincadas deliberaciones y varios desvíos por el plan, terminamos frente a la Plaza Victoria con ellos claudicando frente a la modernidad. Nos citaron para el día sábado, a la hora del té, en su casa del cerro Cordillera. Antes de despedirnos, guardamos el mapa que nos dibujaron en un trozo de servilleta.


II

La casa no es una casa sino un departamento escondido detrás de unos frondosos pimientos al final de un estrecho callejón. El departamento forma parte de un pequeño y rechoncho edificio con aspecto de astillero. Toco varias veces el timbre.
No hay respuesta.
El viento marino golpea las planchas de zinc de las casas vecinas. El cerro se mece.
Una reja de fierro forjado me impide ingresar. La empujo y cede. Estaba abierta.
Ingreso: mis pasos retumban con eco de sintetizador. La humedad acumulada dentro es intensa. El sol acá no llega. Subo una escalera ciega, tipo caracol. En el tercer piso me enfrento a una puerta metálica. A un costado, un letrero dice:

Dr. Villalba Paternostro, Pediatra. Horario de consulta: 16 a 19 horas.
La golpeo.
Me abre la minúscula Celina, con su pelo inflado de laca.
El doctor está, como siempre, de terno y corbata. Impecable. Aunque, en este contexto, su traje se ve caduco, anacrónico.
–Cuidado con Perséfona -me advierte.
–¿Cómo? -pregunto.
El doctor señala: en el suelo, sobre una esponjosa alfombra persa, yace un gato, negro como el pelo de Celinda. Es un gato gordo, hinchado. Una gata, para ser exacto. La luz es débil y no distingo mucho. Veo una mancha, más bien.
–No la vayas a pisar -me subraya Paternostro-. La pobre está un poco indispuesta.
Basta que me diga eso para que sienta que mi pie cobra vida propia. Tengo que controlarme para no pisar la bestia.
–¿Te gustan los gatos?
Miro al doctor y, antes de intentar escoger una mentira, le respondo lo que siento con los ojos.
–Prefieres los perros -me responde.
–La verdad es que sí.
–Grave error. Los perros, como los niños, terminan abandonando la casa. Los gatos siempre vuelven.
No sé qué responderle. Le sonrío incómodo, tenso.
–Siéntate acá, con nosotros, en esta mesa -me ordena Celinda-. Ibamos a tomarnos un anís. ¿O quizás prefieres una taza de té?
–No, no, no. Un anís me parece bien.
El doctor se aleja a la cocina. Celinda me observa y, luego de un rato, me dice:
–¿Y tu mujer, muchacho? ¿Por qué no vino contigo? Ustedes siempre están juntos. Parecen siameses.
–Está indispuesta. No se sentía bien -le respondo-. Pero les envía saludos.
Celinda abre una cigarrera y elige un delgadísimo cigarrillo oscuro. Antes de encenderlo me pregunta:
–¿Le dolía la cabeza?
–Se sentía debil, con jaqueca, sí. Y un poco de fiebre. Malestar estomacal.
–¿No llamaste a un doctor?
–No es para tanto. Le tocó una semana dura en el banco. Yo creo que necesita descanso, eso es todo.
–¿No estará embarazada?
–No lo creo.
–¿No lo crees o no lo sabes?
Bartolo regresa a la sala con una bandeja con una botella de Anís del Mono, tres vasos, una hielera y un sifón con soda. En un pocillo hay dos docenas de huevitos de codorniz con su cáscara cubierta de lunares. Celinda sirve los tragos como una profesional.
–Veo que llegaste sin Carla y sin el ordenador -dice Paternostro.
–El computador está en ese maletín, doctor.
–Pensamos que traerías un armatoste. Una caja. Despejamos un escritorio entero.
–Ahora existen unos que son aún más delgados. Desde luego los hay más livianos.
–Quién lo hubiera dicho.
Bebemos el anís. Celinda descascara los huevos. Les saca la yema antes de salpicarlos con sal. Luego se los da al doctor. No sé por qué no me ofrece. Tampoco me atrevo a sacar. No me apetecen la verdad. Menos con el anís.
–Estoy pensando terminar un documental inédito, muchacho. A lo mejor te interesaría ayudarme. Tengo un par de latas con imágenes de María Luisa Bombal.
–Esa vieja borracha.
–Cállate, mujer. Déjame terminar. No tiene sonido. Y no creo que sean más de veinte minutos. Es ella caminando por Viña del Mar. Poco más que eso. ¿Tú crees que con la tecnología moderna podría...
Golpean la puerta.
Todos callamos.
–Debe ser el veterinario -indica Celinda-. Espero que no te moleste.
–Para nada.
–No estará más de cinco minutos -me consuela Bartolo antes de levantarse de su silla.
Lo miro atravesar la inmensa sala. Celinda lo sigue. Ambos caminan iguales, me fijo.
Un chorro de luz se filtra al abrir la puerta. Ilumina al gato. Los tres se quedan bajo el umbral, conversando en silencio.
El veterinario es un tipo color arena, de rasgos eslavos, con un corte de pelo naval. Parece un estudiante. El contraste con la edad de los Paternostro es evidente y hasta obscena. Lo mismo la altura. Mide cuarenta centímetros más que los dos, calculo.
Celinda cierra la puerta: la penumbra se apodera una vez más de la casa. El veterinario se acerca a la gata, la revisa con el tacto. Le hace un gesto a Paternostro para que la levante. No es una maniobra fácil. El animal parece pesar una tonelada. Desaparecen por una puerta de la que no me había percatado antes.
El maletín del veterinario queda abandonado en el suelo.
Me levanto y, sin saber qué hacer, desenfundo el computador. Lo coloco sobre la mesa que despejaron. Celinda aparece y recoge el maletín. Veo su reflejo en un espejo.
–Te iba a proponer justamente eso: que empezaras. El doctor quiere revisar a Perséfona. Ya no está tan joven. Tiene casi mi edad.
Luego me susurra:
–Creo que tendremos que ponerla a dieta.
–Necesito un enchufe telefónico.
–Tenemos un solo teléfono. El que está ahí. Espero que no nos dejes sin línea, niño.
–Un rato, no más. Mientras naveguemos.
Celinda me mira con cara de no entender.
–Después nos dejas comunicados, mira. Nada de cosas raras.
–Nada de cosas raras -repito.
Espero a que Celinda desaparezca nuevamente hacia la pieza en donde están Perséfona, el veterinario y el doctor Paternostro. Desenchufo el teléfono. Me percato que es de los teléfonos antiguos que se conectan con un enchufe con cuatro patas. No hay forma de conectar el módem. Quizás podría llamar a la compañía. Solicitar un cambio de sistema.
Enchufo el teléfono y, al segundo, éste suena.
Salto como si me hubieran electrocutado. Me protejo detrás de una silla. El teléfono prácticamente se sacude con cada ring.
Me acerco dispuesto a contestarlo. Deja de sonar.
Silencio.
Entonces veo al veterinario. Lo veo con una cotona blanca. Con guantes transparentes. Con una jeringa metálica en la mano. Me contempla, luego rehuye mi mirada y desaparece.
El silencio es quebrado por los gritos. Rebotan en los vidrios. Camino unos pasos, hacia la pieza. Los gritos van y vienen, como una marea. Alcanzo a ver la figura del doctor Paternostro Villalba tendido en una cama: abraza al animal.
Mi zapato pisa algo viscoso, transparente. Miro la alfombra: una poza gelatinosa, placentesca, yace en el lugar del gato. De Perséfona.
El veterinario aparece con una palangana de plástico y un montón de paños de cocina. Debe tratarse de un parto, pienso.
El doctor me mira el calzado.
–¿Usted es...?
–Amigo... Alumno del profesor, más bien. ¿Sucede algo?
–El animal está muy mal.
Bartolo vuelve a gritar. Es un llanto mezclado con palabras que no puedo desentrañar. Tampoco hace mucha falta. Es como si entendiera. Como si lo entendiera todo.
–Voy a tener que sacrificarla ahora mismo -me dice en forma seca.
Ninguna palabra llega a mi boca.
–No hay operación posible. Se trata de una hemorragia devastadora. Está muy mal, sumida en un dolor que no le permite ni siquiera quejarse.
–¿Pero ahora? ¿En este instante? No podría....
–Creo que es mejor que se retire. Yo me hago cargo. No se preocupe. Yo les digo que usted se despidió de mí.
–Hay algo que yo pueda...
–Creo que preferirían estar solos. Perséfona es como una hija para ellos. Es todo lo que tienen. Entiéndalos: no se lo esperaban. La gente sola se encariña mucho con los animales.
El doctor desaparece. Camino a la mesa y comienzo a guardar el computador dentro del maletín. Me fijo en el vaso con licor. Lo trago de un golpe. Entonces la veo. Veo a Celinda. Está a un costado.
-No te vayas. Quédate conmigo.
Celinda me estira la mano. Miro la puerta. Se la tomo. Es ínfima, fragilísima. Siento la piel blanda, las venas. Noto su palpitación. Celinda camina hacia un sofá, conmigo de la mano. No puedo hacer otra cosa que seguir. Ella se sienta. Yo la imito. Me suelta la mano y se tapa la cara con las dos.
Desde la pieza, se escucha:
-No, no, no aún... Cinco minutos más, por favor.
Nada de lo que he vivido hasta este momento me ha preparado para este instante. ¿Cómo llegué aquí? ¿Qué estoy viviendo? ¿De qué se trata todo esto?
Intento no saber. Pero algo sé. Sé que no me puedo escapar.
Celinda se sube a mi falda y se me acurruca como una niña. Es tan pequeña y liviana. Se queda ahí, destrozada, sin vida, agonizando. Le toco el pelo, se lo acaricio.
El doctor sale de la pieza. Nos ve. Se acerca.
Miro mi mano: está negra, tiznada con tintura.
–Ya está en el cielo. Ya no va a sufrir más.
Celinda se incorpora. El doctor la ayuda a levantarse. Su maquillaje está corrido.
–Don Bartolo la necesita.
Celinda no me mira. Camina tambaleando hacia la pieza. Desaparece. Me quedo en el sofá, intentando recuperar aquello que acabo de perder. Apenas, a mi pesar, sin fuerzas, me levanto y llego a la puerta. Salgo. Camino por el pasillo, bajo la escalera. Me topo con la reja de fierro. La empujo. No abre. No cede.
Al otro lado, me fijo, está lloviendo. Es de noche. Se ve poco.

© 2000 Alberto Fuguet

martes, mayo 25, 2004

Una joya literaria de Edith Villanueva Siles

Pues con este texto sorprendente les invito a leer el suplemento La Jornada Semanal de esta semana, que lleva como título "Ellas Cuentan" y que constituye un repaso a algunas de las voces claves de la literatura mexicana actual. Debo confesar que yo no conocía a esta escritora, llamada Edith Villanueva Siles, pero sin recato declaro que me he convertido en aficionado repentino a su prosa y a su estilo. Especialmente admiro la fluidez y coloquialidad de su lenguaje, y la profunda capacidad de introspección que destila. El suplemento también contiene textos de autoras como Rosa Beltrán, la fantástica Ana García Bergua, y la doctora en literatura Sara Poot, yucateca que labora en una universidad de California. Sin más preámbulo, les dejo con esta gema.

* * * * *

"Seducción"


por Edith Villanueva Siles

Si algo he disfrutado en la vida es
el juego de la seducción.
Albayosa Jandy


Después de una larga pausa en mi vida amorosa, decidí aceptar la invitación de un hombre que apenas conocía. Lo vi en esa clase de brindis que se ofrece al término de la presentación de un libro, nada interesante encontré en él, excepto la insistencia con la que me miraba, parecía como si quisiera recordarme. Se acercó para preguntar mi opinión sobre el libro, le pedí que encendiera mi cigarrillo y dejé que él mismo contestara. Siempre ha funcionado, los hombres hacen preguntas porque desean ser escuchados y porque creen que su comentario es importante. Mientras que Jaime pronunciaba su monólogo, me dediqué a buscar la mirada del hombre que realmente me había atraído. Fingí que escuchaba con atención y cada vez que me deshacía del humo de mi cigarro, echaba la cabeza hacia atrás, creyendo que ese movimiento me daba estilo y me permitía no perder de vista el blanco de mi deseo.

En varias ocasiones Jaime interrumpió su monólogo para dar un vistazo a los invitados y saber quién era su rival, si es que las intenciones de su acercamiento eran las que sospechaba. Se sintió inseguro al ver que el hombre que atraía mi mirada con tanta fuerza era quince años menor que él, apuesto y distinguido. Jaime no perdió tiempo y me pidió mi número telefónico. Para no desperdiciar la posibilidad de tener un nuevo amigo, también grabé en mi teléfono su número y quedamos en llamarnos la siguiente semana. Me retiré del brindis no sin antes echarle un último vistazo al hombre que sí me gustó.

Acordamos vernos en Coyoacán, con suerte resolví el problema de que mi auto no circulaba aquel día, mi padre me prestó el suyo, no era una buena idea pedirle a Jaime que pasara por mí, no en la primera cita. Me sentí emocionada porque mi carrera amatoria empezaba de nuevo, después de todo él no era un mal candidato para empezar a poner a prueba mis nuevas estrategias. Esta vez estaba convencida de que la mezcla de una actitud seductora con inocencia y recato, funcionaría mucho mejor y si mi plan resultaba, prometía semanas de diversión y largas noches.

Decidí usar una blusa escotada como era mi costumbre, la diferencia ahora era que cubrí mis atributos con una mascada; de esa forma, si mi voz pausada y mi mirada insistente no funcionaban me descubriría el pecho para no dejar pasar la oportunidad.

Elegí la mesa menos alumbrada del restaurante para poder resaltar mis ojos con el fuego de mi cigarrillo. Jaime ordenó una botella de vino. Reconocí de inmediato que él también llevaba preparado su plan. Si la lectura de los extractos del libro que me leyó durante la velada no surtían ningún efecto, el vino lo haría por sí solo. Me dejé llevar por la noche y entregué mis oídos a los relatos eróticos que él eligió cuidadosamente. De inmediato me di cuenta que era un aficionado al sexo oral, con esa revelación yo tenía un punto a mi favor. Jaime sería muy fácil de manejar y podría usarlo bastante bien para mis gustos sexuales, quizás ese hombre no era lo que deseaba, pero podía divertirme al poner al descubierto sus fantasías.

Jaime tomó mi mano y me preguntó por qué aquella noche no lo dejé de mirar, pobre, por estar tan interesado en su monólogo, se confundió con el otro hombre. Para no desencantarlo y seguir con su juego de seductor que tanto me estaba divirtiendo le dije: me gustan tus ojos verdes, desde que te vi supe que eras un hombre interesante, un hombre en busca de la sensualidad y el erotismo. Cuando terminé de decirle suavemente lo que esperaba escuchar, tomó mi barbilla e intentó besarme. Yo dirigí mi boca hacia el lado opuesto e inmediatamente encendí un cigarro y le dije: me ruborizas y tu cercanía me pone nerviosa. Allí estaba mi mejor acierto de recato. Jaime sonrió triunfador porque en ese momento sintió que me tenía en sus manos y que su don de seductor empezaba a funcionar y sí que lo hacía, porque hasta yo misma me la creí. Me sentí contenta por mi actitud inocente, sólo me preocupó un poco la decepción que se llevaría en el momento en que le dijera que no deseaba estar en su cama, porque la plática estaba dirigida exactamente hacia esa dirección, pero me arriesgaría, un no también era parte de mi plan.

En la copa número cinco, sugerí que era hora de irnos. Jaime no paraba de repetir que estaba muy a gusto. Insistí argumentando que era tarde. Antes de retirarnos me declaró que deseaba tener una aventura erótica conmigo porque le gustó la forma en que lo miré la vez que intercambiamos nuestros números telefónicos. No me sorprendió su proposición, a sus años no contaba con el tiempo para invertirlo en el cortejo. Sugerí que debíamos conocernos más, pero Jaime aprovechó su prisa y obligó a que con la mano que no sujetaba mi cigarro frotara con fuerza su pito. Lejos de molestarme, me sorprendí porque esa acción estaba fuera de lugar, igual que su erección. Nada tenía qué hacer su verga en una cena romántica. Retiré mi mano y dije: esto no me hace sentir bien. Esa invitación que me hacía al ofrecerme su miembro no me seducía en lo más mínimo, por el contrario, me dejaba fuera del juego. Lo único que pude pensar fue que ese hombre llevaba mucho tiempo sin coger y no le importaba hacer el ridículo con tal de conseguir sexo.

Le sugerí que pidiera la cuenta. Al salir del restaurante abandoné mi actitud seductora. Jaime, como todo un caballero, me acompañó a mi auto. Me sentía agradecida y liberada de aquella situación tan fuera de lugar. Respirar el aire de la noche y saber que me liberaría muy pronto de aquella promesa de diversión, me hizo mantener una conversación agradable y cordial durante las tres cuadras que caminamos. Cuando nos acercábamos a mi auto apresuré el momento de la despedida, las llaves estaban ya en mis manos. Le agradecí la velada, él me pidió que lo acercara a su auto porque ahora se encontraba a unas seis cuadras de él. Me pareció que era sensata su petición y sin reparo alguno le abrí la puerta. En cuanto puse en marcha el auto me incorporé al arroyo vehicular, Jaime interrumpió mi atención cuando dijo: no sé qué me pasa, estoy muy excitado. Ni siquiera volteé a verlo porque estaba muy ocupada tratando de cargarme al carril izquierdo para dar vuelta. Él no paraba de repetir que estaba excitado. En el alto lo miré y sin saber cómo ni a qué hora había sacado su verga, sólo pude ver cómo brillaba el lubricante en el glande de su miembro muy disminuido. No supe qué hacer, el claxon del auto que venía detrás de mí me hizo reaccionar y avancé. Lo único que pude decirle era que no me gustaba que estuviera haciendo eso y mucho menos en el auto de mi padre. Él no entendió, no le importó lo que le decía y aprovechó que estábamos en movimiento para frotarse. Lo único que pude hacer fue seguir el camino que él me indicaba para llegar a su auto. Yo no sabía si debía darle un pañuelo desechable para que no manchara de semen el asiento o si debía poner el freno de mano en plena avenida y echarlo del auto, o chupársela para contener el semen en mi boca y para que dejara de repetir como un loco que estaba muy excitado y que se iba a venir. No podía permitir esa escena y mucho menos tener que limpiar el parabrisas y el asiento. Por fin me dijo que me detuviera porque su auto estaba allí. En cuanto me estacioné Jaime me miró a los ojos y un poco avergonzado cubrió el orificio de su verga y se vino, así nada más, sin siquiera un gemido de placer, un gesto, una sonrisa de satisfacción, sin nada, excepto con semen.

Sin retirar la mano de su glande se despidió y prometió llamar pronto. En cuanto se bajó aceleré porque lo único que deseaba era borrar esa imagen del auto de mi padre. A pesar de que hacía frío abrí la ventana para eliminar cualquier olor que Jaime hubiera podido dejar y durante todo el camino me repetí que en realidad yo no sabía nada de la seducción.


Tomado de: La Jornada Semanal núm. 481, domingo 23 de mayo de 2004

* * * * *

martes, mayo 18, 2004

Shelley y yo en Slavia

Shelley y yo:

domingo, mayo 16, 2004

Un excelente cuento zacatecano

Pues puras buenas noticias. Shelley, mi novia, está aquí. Me siento un hombre completo. Casi no me cabe la felicidad. Pero el motivo de este post es compartir con ustedes un sorprendente cuento que encontré en el suplemento La Jornada Semanal, cuyo autor se llama Simitrio Quezada. Esta semana se publicó un especial sobre literatura joven de Zacatecas, y de todos los textos del suplemento éste fue el que más me impresionó. Espero que lo disfruten tanto como yo. Shelley les manda saludos.

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Detalles más, detalles menos

de: Simitrio Quezada


Tanto se insultaron, se hirieron tanto, que ya no podían separarse. Jaime venía de una unión libre malograda y Rina de un noviazgo de ocho años tan apasionado como fallido. Se encontraron como aves huérfanas, insectos acosando un foco, hojuelas de nieve que caen en el mismo charco. Se reconocían desafortunados y obsesivos. Se necesitaban para quejarse; para matar y morir en episodios naturalistas, en remedos de novela rosa depresiva. Jaime mordía los labios de Rina para sentirla amada y ella presionaba sus omóplatos con un denuedo impostado.

Se citaban en Sanborns para tomar el café más irritante. Entre chinas poblanas se reprochaban tardanzas y celos. Tras pagar la cuenta y no dejar propina, iban al depa de Jaime a masturbarse con rabia: él encajaba la lengua, atento a sus gemidos; ella le oprimía el miembro en intentos de una venganza que no comprendía.

Habían nacido para encontrarse y destruirse, si no con amor, sí con misericordia. Un hado nietzscheano los destinó a tener pasados negros para que su eclipse fuera mutuo solaz. Siempre buscaban consolarse con música de Piazzolla y baños de licor barato. Sus sesiones amatorias no tenían nada de extraordinario, pero fingían placer para engañar al otro. Sin lugar a dudas formaban una pareja justa.

En ausencia de Jaime, ella iba al departamento a escribirle poemas en la pared y los firmaba con vino. Pero el jueves en que él decidió regresar con su ex, la firma de Rina fue de sangre.

Todo comenzó con Irma Arras. Amiga de la ex de Jaime, una tarde vio a Rina con el casado y fue a contar todo. Después de agradecerle, Olga telefoneó a Jaime para que fuera por las cosas que aún estaban en su casa. Cuando él llegó, Olga quiso recuperarlo con su desnudez, esperándolo sobre la piel de tigre donde antes hacían el amor. En un principio él se resistió, pero la lengua de ella fue subiendo por su muslo izquierdo. Cayeron abrazados sobre el escritorio de caoba, cerca de la foto que se tomaron en su último viaje a El Tajín.

En el fragor de la segunda acometida, sonó el celular de él y Olga lo alcanzó para apretar el botón Contestar. Eso descontroló a Jaime: supo que hablaba Rina, quien lo esperaba desde hacía veinticinco minutos para ir al cine. El tiempo había pasado rápido para él y, a pesar de su respiración ajetreada, no cortó la comunicación; pero al quitarle el teléfono a Olga tampoco supo qué excusa inventar. Volteando a la ventana, la ex ocultaba su sonrisa de triunfo. Rina sospechó lo que sucedía y colgó irritada. Jaime no salió de su estupor: no sabía qué hacer, ni siquiera cuando Olga lo rodeó con sus brazos para tumbarlo de nuevo.

Jaime no se explicaba lo que había hecho Olga. ¿Sabía ella que fue "la otra" quien llamaba o sólo quería averiguar quién era? ¿Por qué en medio del acto respondió a una llamada ajena y sin voltear al identificador? "No quiero saber quién era", dijo Olga. Quizá sospechaba algo. Dándole un último beso se levantó para, todavía desnuda, ir a la cocina.

Jaime se debatía entre la ira y la conformidad. ¿Sería que el destino buscaba disuadirlo de seguir con la niña de veintidós para recuperar su relación perdida? Poniéndose la trusa, pensaba en el apoyo que le dio Rina cuando la relación con Olga comenzó a perder encanto. Pero, por otro lado, los labios maduros que acababa de besar le recordaban los tiempos felices de su unión. Consideraba las noches en la selva chiapaneca, cuando formaron parte de la brigada que llevó víveres a las comunidades zapatistas. Recordaba cuando se amaron sobre un barco anclado en Mazatlán, cuando contaron estrellas cerca de un manantial en San Luis, cuando se perdieron en Sahuaripa, pidiendo aventones... Seis años de unión libre los hicieron uno frente a la naturaleza y el mundo, pero el tiempo y la esterilidad física de Olga habían desalentado a Jaime.

En cuanto a Rina, él adoraba su juventud, su risa, su ánimo rebelde. Aun así todo caía con un enojo de ella, porque entonces era un dolor incluso hablarle. Se ponía insoportable, nada la contentaba y con cada ruego era más dura. La calma llegaba sólo cuando ella quería... Las dos mujeres habían sido problemáticas: Rina era muy voluble y la afabilidad de Olga rayaba en la rutina. Pero quizá ningún amor es perfecto, consideraba. Cuando la felicidad se asienta se convierte en masa que tapona el aire, que no deja entrar corrientes a renovar sentimientos.

Olga le ofreció una cuba. Quedó mirándolo mientras él se ponía el pantalón. Ella entendía que la persuasión es mejor que cualquier amenaza. "Demos otra oportunidad a lo nuestro. No lo dejes morir, Amor..." Finalmente, ante el enojo de Rina y el placer que volvía a darle la cópula con Olga, Jaime decidió –no estaba seguro, pero lo decidió– renovar la complicidad con la ex. Mientras Olga planeaba un viaje a Huatulco, él buscaba la forma de comunicar a Rina su nueva decisión. No podía ser en persona, pero tampoco deslizándole una carta. Un mensajero era lo peor y del teléfono ni hablar. En todo caso enviaría un correo electrónico a la mañana siguiente. Parecía que Olga leía sus pensamientos, pues entonces dijo que no quería saber nada del pasado: todo quedaba atrás para iniciar mejor "nuestra nueva vida".

Cerca de medianoche, el celular despertó a Jaime. Olga tomaba un baño y no escuchó el timbre con la sinfonía 40. Desde el departamento de él, Rina lloraba con gritos, asegurándole que cometería una locura si él la abandonaba. Jaime le pidió tranquilidad pero su petición fue apagada con más gritos. En la oscuridad el hombre tomaba las llaves del coche y salía sin hacer ruido. Olga, mientras tanto, se enjabonaba el vientre, canturreando.

La pared lo recibió con letra deforme: "Se deshacen mis raíces: no vuelves a llover/ púrpura cielo, verdugo, una mujer sin rostro/ parirá la sangre y no sabrás beberla/ porque tu piel mordida/ no vestirá las huellas de mi boca." Rina aún tenía el cuchillo en su derecha y contemplaba el techo con ojos entreabiertos. Del otro lado, el reguero carmín formaba una zeta gorda entre las líneas del piso. Él lloró al mirarla y llamó a emergencias. Dos minutos después volvió a timbrar la sinfonía, con el número de Olga en la pantalla. Jaime llevó la mano a la cintura y apagó el celular.

La batalla había comenzado. A las dos de la mañana la madre de Rina enfrentó al cobarde, quien sólo agachó la cabeza. A las seis cuarenta él dejó el hospital para ir por su chequera y encontró bajo su puerta un recado de Olga. "¿Por qué juegas conmigo, Amor? Sé que duermes con otra y por eso no abres. Sólo yo puedo hacerte feliz. Que sepa que eres mío." A las ocho catorce despertó Rina, pidiendo a Jaime que la besara. Él se acercó llorando y juró nunca más dejarla. Detrás de ellos, doña Luz dudaba de aquel hombre que abrazaba a su hija.

Al mediodía siguiente, Olga leyó el correo: "from: jcamacho@hotmail.com, to: olga1964@yahoo.com... Olga: Los últimos acontecimientos me impiden continuar lo que hubo entre nosotros. He cometido errores, dañando personas que no lo merecen. Será mejor que me aleje. Quizá la oportunidad que merecemos no está en la resurrección del pasado. No me contestes, porque igual no volveré a escribirte. Adiós para siempre. Jaime."

Olga lloró de coraje y telefoneó a Irma para que la consolara. Mientras tanto, Jaime cerraba la puerta a Rina poniendo en marcha el Chevy que los llevaría a pasar la Pascua en Querétaro.

De los dolores de Rina quedaba una línea rosa en la muñeca izquierda. Por su parte, Jaime había cambiado sus números telefónicos y trataba de olvidar su debilidad. Como en ese momento el equilibrio quedaba restablecido, terminarían de reconciliarse en el motel más decente que encontraran en el trayecto. Detalles más, detalles menos, lo mismo habían hecho la vez anterior.


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jueves, mayo 13, 2004

Emoción, entusiasmo, nerviosismo. Y un poema.

Así es. Emoción, entusiasmo, nerviosismo. Algo así siento, cada instante, cada sombra, cada canción. Todo parece indicar que ya me tocaba. Esta parece ser mi hora.

El poema lo escribí hoy en la tarde, hace algunas horas. Todo empezó con una reflexión sobre la impostura intelectual, la pose de artista provinciano, la bien llamada actitud farol que cunde la vida cultural al igual que un enjambre de mosquitos hambrientos recorriendo la playa en busca de sangre. Y de ahí, me cayó el veinte de que en verdad nadie de mi generación, o de cualquier generación, tiene derecho a ostentarse como algo más de lo que realmente es. Un estudiante de lo que hace.

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“Ninguno de nosotros es Coltrane”


Ninguno de nosotros es Coltrane
ninguno de nosotros es Picasso.

(Nadie entre nosotros es Pound o Kafka).

Nosotros somos fulano y mengano;
si acaso
(sólo si acaso)
zutano.

viernes, mayo 07, 2004

Cuatro poemas

Continuando con la tendencia ésta de publicar las cosas así como salen, "ya de ya", como si uno fuera un ponchador cubano de cigarros o alguien que prepara un panucho, presento ahora cuatro poemas que he escrito en las últimas semanas. El primero se explica por sí solo. El segundo, que en realidad es una diatriba contra el sexo seguro, es mi favorito de los cuatro. Un padre siempre prefiere a alguno de sus hijos, digan lo que digan la pedagogía y el "good parenting". El tercero es un homenaje mínimo a Haroldo de Campos y la poesía concreta brasileña. Y el cuarto es el menos poético de todos, pero por alguna razón cada vez que lo leo me provoca una sonrisa. Entonces, con la esperanza de provocar sonrisas más que náusea o indigestión, publico estos textos.

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“Desincorporación”


Grito y trato de afirmar que no soy como mis padres.

Preferiría parecerme a mis abuelos, a los árboles.
Pues hay algo que nos une.
Su vejez y mi juventud van de la mano
viajan paralelas en las rieles del convoy del tiempo.

Hace algunas rimas lo intuí. Silbo finalmente, y lo comprendo.

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"En fin"


Acaso nadie sabe cuál es el misterio del rectángulo.
El cántico del pescado, el siniestro murmurar de la cigüeña retransmitida.

Pero yo protesto.
Protesto ante los ojos cargados de escritura
Y escupo hacia los nombres abrumados de la infamia.
Protesto por la higiene, maldigo al látex, pisoteo cada nuevo paracaídas.

Y duermo solo.

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"Elogio del dinero"

(a Haroldo de Campos)


El dinero es la termita el comején los gusanos
Nuestras manos los libros la madera los restos

Alcohol en botella para cajeras de banco.

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“Juramento”


Silencio en el bajo vientre.
Es siniestro, inacabable. Crucificable
Abominable, e inclasificable.
Encendamos entonces los gallos.
Lancémoslos al fuego como si fueran garbanzos.

Vamos a salir del silencio.

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