jueves, septiembre 15, 2005

"La compra": cuento de Octavio Lores

El buen Flavio preguntó por cuarta vez: “¿Falta mucho, cabrón de mierda?”.
Nando no dijo nada en especial, solamente repitió con lentitud: “brocal del pozo, brocal del pozo…”, que parecía ser su única referencia.
Avanzamos un poco más, arrullados por el hipnótico mantra de Nando y por el suave ronroneo del vochito.
Estaba por prender la bacha cuando Nando gritó: “¡El brocal del pozo!” Y se metió entre los dos asientos apuntando con el dedo hacía un flamante brocal de pozo con su arco de metal, su carrillo y su soga de sosquil.
—Aquí nos paramos y caminamos la vereda—, dijo Nando.
—Tú tienes el dinero—, me dijo Flavio y yo asentí tocándome el bolsillo.
—¿Repasamos?—, inquirió Flavio.
—No—, dije. —Vamos antes que se haga de noche, no es la primera vez que compro mota—.
Nos metimos por una brecha angosta rodeada de monte y maleza.
En lo personal a mí no me gusta ir a conectar watos muy grandes, menos en medio del monte y con unos tipos a los cuales no conoce nadie, excepto Nando claro, pero esto nunca ha sido una garantía.
Según él, la cosa es pan comido: les ofrecemos tres mil pesos por un kilo y ellos van a aceptar encantados, “hasta mucho les va a parecer”, había dicho Nando en mi casa la noche anterior.
A él lo había traído un camarada apodado “la Tripa”, a quien conoció en el centro tirando los tubos. Hicieron amistad fumando los gallos y tomando cerveza en el campanario de la iglesia, luego Nando lo llevó al parque de la colonia y nos lo presentó; la Tripa nos vendió un wato de quinientos pesos ciertamente muy bien servido y de un material inmejorable, y luego se largó.
Nosotros nos quedamos ahí sentados muy drogados y hablando como siempre de la posibilidad de hacer dinero vendiendo crema. De acuerdo a nuestros cálculos, si comprábamos un kilo de ese excelente material sería muy fácil venderlo y triplicar la ganancia, sobre todo ahora que está tan de moda el ser mariguano y los chavales se fuman su gastada completa. Tanto el buen Flavio como yo teníamos ciertas reservas al respecto, pero Nando estaba muy animado y antes de que nos hubiéramos ido a dormir sus dividendos mentales ya le ajustaban para comprarse un coche y rentar un departamento en el edificio azul donde viven las zorritas fresas que salen con los ñoños de más al norte.
Pasaron unos días en los cuales no se habló del asunto, como suele suceder en todas las empresas mariguanas. Pero una tarde llegó Nando con una bolsa de plástico café llena de mota y nos contó que había ido con el amigo Tripa a ver a los macizos.
Éstos vivían fuera de la ciudad, a media hora de carretera, sin riesgo de policías. Nando ya conocía el lugar y, aunque no había entrado con la Tripa a hacer la operación, le habían vendido una buena galleta a precio de baratillo, “ni siquiera tienen báscula”, dijo.
Hicimos unos tubitos de veinte con ese material y los despachamos en el centro. La ganancia fue buena y pudimos festejar con cervezas y dos bolsitas de coca. Otra vez se habló del tema de vender mota; a mi me interesó la cosa y al buen Flavio también.
Flavio está pagando una mutualista que quiere usar para comprarse un auto más nuevo y siempre se está quejando de su economía, así que Nando se dio a la tarea de sacar las optimistas cuentas otra vez y al rato Flavio ya estaba totalmente enganchado describiendo como sería su nueva nave.
Nando aseguró que podíamos comprarles un kilo por tres mil pesos, y con un poco de suerte y poder de persuasión a lo mejor les sacábamos más.
—Hay que ponerse duros— decía Nando, —que se den cuenta que estamos curtidos—.
Todos colaboramos en la estrategia verbal que consistiría simplemente en mostrarse escépticos ante la calidad del material y reacios a pagar por él. Estuvimos hasta tarde esa noche tomando ron con hielo, simulando y resolviendo las eventualidades que se pudieran presentar.
Hicimos una vaca y decidimos comprar un kilo para vender en tubos de cincuenta pesos y sacar la feria.

Sin embargo, no fue hasta que estuvimos caminando en el monte por más de veinte minutos sin ver nada por ningún lado que me empezó a entrar la ansiedad.
—Oye Nando, ya caminamos mucho— dije, deteniéndome.
—Ya falta poco— me respondió sin dejar de caminar, y comenzó a murmurar: “ya falta poco, ya falta poco…”.
Me volví a mirar al buen Flavio, me di cuenta que la raya de su boca empezaba a disminuir de tamaño, y eso significaba que el buen Flavio se estaba encabronando. No era para menos, el paisaje desolado y escondido no era lo ideal para estos menesteres.
—Ya falta poco—, volvió a decir Nando en voz alta.
—Más te vale—, dijo Flavio, frunciendo más la boca.
Dos batos aparecieron en sentido contrario; uno de ellos traía una bicicleta agarrada por el manubrio. Llevaban las camisetas amarradas a la cintura y se podía ver a leguas que pertenecían a la tribu guerrera. Nos paramos y esperamos a que se acercaran; yo recordé que traía mi navaja 007 en el bolsillo y me sentí más tranquilo.
—Qué pedo maestros—, dijo Nando a los extraños cuando se acercaron.
—Qué onda ése—, respondió el de la bicicleta.
—Vamos a ver al macizo, al Iván—, dijo Nando. —¿Falta mucho para llegar?—
Eran bajos y fuertes, muy morenos; llevaban tatuajes de corazones verdes en los brazos, con sus iniciales dentro y la infalible flecha escurriendo burdas gotas de sangre sin relleno.
El que traía la bicicleta se reía mostrando las encías y sus dientes picados.
—Ahí 'stá, aquí adelante—, dijo el otro señalando el camino. —Ya llegaron, ahí está el macizo—.
—Órale—, dijo Nando —gracias—.
—‘Ta bueno ése, que te vaya bien—, dijo el de la bicicleta y sonrió mirándonos maliciosa y repugnantemente.
Seguimos nuestro camino un poco más. Justamente donde terminaba la vereda había un claro blancuzco de piedra y polvo, al final de éste pudimos ver la casa.

La casa era una pequeña edificación cuadrada sin ventanas, hecha con negras láminas de cartón que ostentaban por todos lados sus relucientes remaches de corcholata. Parecía una caja de zapatos vuelta al revés. En una de las paredes estaban apiladas unas cuantas bicicletas. Era poco más de las seis de la tarde y el cielo empezaba a tornarse azul grisáceo.
Mientras nos acercábamos, yo abrí la navaja y la guardé de nuevo en mi bolsillo.
Cuando llegamos frente a la puerta de madera rota volteamos a ver a Nando, él se encogió de hombros y gritó: “ese Iván”.
Salieron dos descamisados, quienes después de averiguar nuestras intenciones y revisar nuestras referencias nos dejaron entrar a la casa.
La estancia estaba débilmente iluminada por una inútil bombilla de baterías colgada en un rincón, cuya luz se tornaba más opaca por el humo azul de los toques de mota que iban y venían dentro del cuarto. Todos estábamos sentados en el piso de tierra aplastada, que por los sudores se había enfangado y refrescaba un poco nuestros traseros.
Nadie hablaba, nada se distinguía claramente, éramos únicamente siluetas reverberando por momentos entre las sombras.
Así pasamos mucho rato; por momentos los rostros feroces se manchaban de rojo al chupar el gallo. Distinguí al menos a una docena de personas. Ocasionalmente alguien decía algo y de repente alguien respondía. Ninguno de nosotros hablaba, yo me limitaba a apretar mi mano sobre la navaja abierta y a tratar de distinguir la cara de alguno de los que estaban ahí.
—Esos que vinieron a comprar mota, ¿cuánto van a querer?—, preguntó inesperadamente una voz.
Por más que quise no pude ubicar el lugar de donde provino, parecía haber venido de arriba; en ese momento el buen Flavio se movió nervioso junto a mí y Nando le pegó una buena calada a un toque que le había llegado.
Hubo un momento de incómodo silencio; Flavio se revolvió en su sitio y yo le di un codazo a Nando que se había quedado atisbando entre las sombras.
—Queremos un kilo—, dijo Nando, reteniendo el humo en sus pulmones.
Justamente frente a donde estábamos sentados se prendió un marro, era fácilmente identificable por el tamaño de la fresa encendida y la poderosa luz que desprendía cuando lo calaban.
—Te cuesta tres mil quinientos—, dijo la voz, que ahora sí tomó forma en el portador del marro.
Según el plan, el buen Flavio debía de empezar las negociaciones, por lo que esperé un tiempo razonable para que ordenara su ataque. Sin embargo, cuando el silencio empezó a hacerse incómodo de nuevo me volteé a verlo, pero lo único que pude advertir fue la silueta insegura de su pelo erizado.
Como yo llevaba el dinero y nadie decía nada, me tomé la libertad de hablar y tomando en cuenta las circunstancias y el sudor creciente que empapaba mi espalda dije con voz gangosa: “Sólo tenemos tres mil”.
Esperé un momento y nadie dijo nada, podía sentir la avidez y la ambición en cada uno de ellos; la adrenalina se disparó en mi cuerpo como millones de alfileres aguijoneando la médula. Todos los planes y las frases duras que había practicado me parecieron ridículas y fuera de contexto, así que seguí esperando en silencio.
—Con eso no te alcanza para un kilo—, dijo el macizo, —pero te voy a dar la proporción—.
Se elevaron murmullos en una de las esquinas y noté movimiento; alguien se levantó y se acercó a la puerta. Yo tenía las manos sudorosas y la navaja se me escurría como si fuera de jabón.
—¡Acepto!—, exclamé innecesariamente.
Nando me pasó la bacha y yo fumé ansiosamente. El movimiento de las esquinas cesó al poco rato y todos volvieron a su sitio; de pronto una bolsa de nylon aterrizó entre mis piernas: era la mota.
—Saca la lana—, me dijo un bato que se acercó en la oscuridad. Prendió una lámpara de mano y dirigió el haz de luz hacia mi cara. Yo saqué el dinero del bolsillo y se lo entregué; la luz se apagó y se hizo el silencio de nuevo.
—Sale loco, está completo. Mejor jalen, no vaya a ser que se pierdan en el monte— dijo el macizo sarcásticamente, dándole otra fumada al marro.

Me levanté y salí de la casa sin decir nada; el aire fresco me restituyó un poco. El buen Flavio salió detrás de mí y pude observar que a la luz de luna se le veía pálido y estresado, y por la cara de pendejo que puso cuando me miró intuí que yo debía de presentar el mismo aspecto.
Esperamos un rato cerca de la brecha pero Nando no salía. Yo veía a Flavio y luego hacia la puerta. Pasaron unos minutos de tensión hasta que por fin salió Nando; caminó con la cabeza gacha hasta donde estábamos nosotros, se quedó parado unos segundos y luego nos miró con cara de asombro, en medio de su estupor señaló sus pies desnudos y no fue hasta que tomó un poco de aire que dijo: “uno de esos pendejos me quitó mis tenis”.
Ni el buen Flavio ni yo dijimos nada, sólo nos encaminamos hacia la brecha y nos adentramos en la negrura. El trayecto de salida fue bastante tenso; caminamos rápidamente y en silencio, volteando hacia atrás a cada momento escrutando la noche, totalmente paranoicos.
No fue sino hasta que estábamos en la ciudad que me di cuenta de que seguía apretando con fuerza mi navaja. La delgada empuñadura había dejado su marca en la palma de mi mano, cortando de un tajo y justamente por la mitad la línea de la vida.


Un cuento de Octavio Lores
Octubre 2002