Todo empezó anoche que fui a Slavia a ver a Malena y a su amigo Sunish, hindú-americano que estuvo con ella en el Tibet y quien vino de visita de Monterrey. Un tío de Sunish había conocido en la India a Don y Paula, instructores de yoga de aquí, y Sunish les habló para reunirse en Slavia. Don (quien da la casualidad que es maestro de yoga de Hernán) resultó ser un ferviente aficionado al jazz. Le conté sobre lo que había significado haber visto a Wayne Shorter en el DF (en febrero, con Santiago, Armando, Malena y Pável) y su profundo mensaje de aceptación de la muerte como una transición natural. Él nos contó sobre sus maestros espirituales, sobre por qué vino a México, sus experiencias en la India. Cada vez que hablaba transmitía una paz y una alegría formidables. Y sus reacciones ante lo que decíamos los demás eran excepcionales, sumamente sinceras y esencialmente alegres. Eso fue lo que me impactó: una persona a la que le causara tanta alegría convivir con otras personas. Recuerdo el ejemplo que puso de por qué debemos buscar maestros, dado que el contacto con un hombre elevado prácticamente obliga al menos elevado a subir su nivel; yo respondí que lo mismo pasaba en el jazz al poner a un músico joven con un maestro, y él asintió con una vitalidad envidiable. Ya quisiera yo ser capaz de maravillarme así ante lo externo.
Regresé a casa y me dormí. Aún estoy saliendo de una calentura y dormí en la cama con ropa. Tuve un (o digámosle una primera parte de un) sueño interesante que ahora soy incapaz de recordar y relatar coherentemente. Pero la revelación vino después. Ya casi al despertar, aproximadamente a las 9 de la mañana, me vi (durante la segunda parte del sueño) en la casa de mi abuelo en Chelem. Estaba yo con otra persona, y por alguna circunstancia empezamos a hablar de cuestiones espirituales. La casa era igual que todas las veces, al mediodía, con ambas puertas abiertas dejando entrar el sol y la brisa. La otra persona y yo estábamos sentados frente a una pared, hablando, más o menos donde generalmente ponemos la TV cuando vamos a Chelem. De repente escuchamos una opinión que venía de detrás de nosotros. Volteo a ver y al instante comprendí que estaba viendo a un maestro, a mi maestro. Un hombrecito casi calvo, sin varios dientes, asiático y de ojos marcadamente rasgados. A él lo seguían un grupo de niñas uniformadas, tipo girl scouts japonesas, que caminaban alegremente por la casa. El hombre era la encarnación de la sabiduría; la sabiduría viviente, digamos. Brillaba. Cuando sonreía sus ojos se le cerraban chistosamente. Ahora mientras escribo esto y escucho a la big band de Wynton Marsalis tocando “A Love Supreme” los ojos se me inundan de lágrimas por segunda vez durante el día. Mi maestro. En el sueño yo de alguna forma no lo conocía, pero de inmediato reconocí su valor y me puse a hacerle preguntas. El maestro se sentó y empezó a hablar con una calma maravillosa, como aquel maestro argentino que fue una noche a la clase de yoga de Violeta y quien me dijo que la conciencia nunca interrumpe durante la meditación. Recuerdo que (ahora, en el sueño) le pregunté al maestro, no con estas palabras, si debíamos desconfiar de quienes parecen estar demasiado jóvenes para la iluminación. El maestro sonrió y me hizo un símil con las carreras de caballos, diciendo esencialmente que hay quien empieza la carrera más adelantado, y que por lo tanto no podemos fiarnos de la edad o de la imagen física, sino que hay que fijarnos en lo que hay detrás, en las acciones. Recuerdo que dio mucha importancia a las acciones pasadas. Escribo estas palabras y la sabiduría del maestro se me escapa de las manos como granos de arena; así de hermosas, profundas y elocuentes eran sus palabras. Mientras platicábamos estuvimos sentados uno frente a otro, yo con mi espalda dando a la puerta del cuarto y él con su espalda dando a la mesa del comedor. Las niñas seguían pasando, alegres.
En algún momento de nuestra plática desperté. Apenas tomé conciencia de que estaba despierto, al ver que la luz entraba por la ventana, quise regresar al sueño a seguir hablando con el maestro. (Ahora escucho al genial Tisziji Muñoz con una rola que cae como anillo al dedo, “Happy sadness”). Sin embargo, al darme cuenta de que la imagen del maestro era ya un recuerdo de algo que había pasado, de que esa experiencia había entonces terminado (no obstante que uno pueda seguir regresando, cuando vuelva a llegar el momento), me invadió una rara tristeza. Lo maravilloso fue que en ese momento recordé el rostro del maestro, su sonrisa con los ojos casi cerrados (y por tercera vez se me salen las lágrimas al recordar la sonrisa del maestro), y lo único que pude hacer fue sonreír yo igual y dar las gracias desde lo más profundo por habérseme permitido ese momento con mi maestro. En ese instante y de la forma más súbita se me inundaron los ojos de lágrimas y empecé a sollozar alegremente. Incluso reía y seguía llorando, sacando lágrimas.
Y aprovecho ahora para darte las gracias una vez más, maestro.