Conocí a Federico Reyes una tarde en que el frío amenazaba como un demonio oculto del subconsciente. Yo dije "¿Partido Popular?", y él respondió "¡Hostia puta!". Así comenzó nuestra amistad, ligada inexorablemente desde su germen más remoto a la política y a las putas, temas ambos que nos apasionaban. Supongo que esto fue antes del episodio como catador de mariguana en Jamaica, aunque no lo sé de cierto. Rara vez hablábamos de otra cosa que no fuera el futuro o los paraísos artificiales, cosas intangibles, acaso inexistentes como la materia de los sueños. Puedo decir que fuimos correligionarios del hedonismo, de la rebeldía contra la estupidez, y que el exceso de imaginación fue nuestra bandera. Aunque ninguna bandera nos ha puesto de pie, al menos desde la escuela primaria. Compartimos insomnios e historias sobre mujeres. De él aprendí cómo hacer sangría en un bote de basura vacío y cómo hacer que vuele una bolsa de té. Puedo decir que me contagió fuertemente de su amor por las palabras, por este idioma agonizante y muchas veces resurrecto, por el gazpacho y el aceite de oliva. Lo último que supe de él es que cruzó el Atlántico a nado, tal como el joven y asmático Che cruzó aquel río chileno. Acaso las gaviotas y los albatros se apiadaron de él, acaso sucumbió ante las mareas de la desmemoria. No lo sé de cierto, pero prefiero pensar que en este momento combina un poco de leche con su té, se aprieta la nariz entrecerrando los ojos, y sonríe sin motivo alguno. Ese es el Federico que vive en mi memoria.
Escuchando: Clarke/Boland Big Band, Sax no end en vivo, con unos solos bestiales de los grandes Benny Bailey a la trompeta y Sahib Shihab al sax barítono.