lunes, octubre 20, 2008

Escritoras Mexicanas Contemporáneas [3]: Ana García Bergua

"Comer Afuera"

Qué libertad, qué dicha, abandonar la estufa y el mandil, las caras acostumbradas a los mismos gestos y las mismas ensaladas en la misma mesa, arreglarse un poco, comer afuera. Desde el puesto más humilde de garnachas, hasta el restaurante más elegante, pasando por fondas y taquerías, sushis y hamburguesas, qué jolgorio de platos y de olores, qué atracción. Sale uno a comer en cualquier día y la calle se enfiesta: la gente forma multitudes pequeñas, a la vez compactas y respetuosas, alrededor de las carnitas; las fondas hierven de burócratas con la corbata echada para atrás, los Vips reparten sus especiales tan poco especiales y hasta los sitios caros tienen su clientela afanosa de mediodía: clientela de negocios, de amigos que se cuentan vidas oficinescas al calor de un vino, señoras que fueron, vinieron o pasaron por un club. Mediodía y todo el mundo sale de buscar el pan en su triste oficina para encontrar su pan con mantequilla o salsa en una lonchería, su maná del cielo citadino, jolgorio y consuelo de los hambrientos. Los ojos frente a la sopa descansan por fin, dejan de mirar afanes y congojas por ver al otro comensal, llamar a la señorita, seguir el curioso ritual de la sopa aguada, la sopa seca y esa comida corrida en la que hasta el arroz con leche del final parece otra variedad de sopa. Y que la salsa de chile pasilla nos acompañe en la camisa o en la falda hasta el final de los tiempos, amén.

Al mediodía los trabajos y las riñas se interrumpen; mal que bien, alguien nos dijo que nos ganamos un respiro. En medio del tráfico de madres que recogen a los niños de las escuelas –muchos niños comen en los coches, de camino a lo que les hayan inventado para llenarles la tarde– y la gente que menta madres para regresar a comer a casa, por la calle transcurre un rato de pequeño asueto, una vacación limitada pero encantadora, como el gato que imita al tigre. En esa fiesta los taqueros son el rey: desde los que parados en un tablón reparten la barbacoa o el chicharrón en platitos de plástico colorido, hasta los que ofician en los grandes fogones de las taquerías con mesas y agua de jamaica, tamarindo u horchata; pocas personas –quizá sólo los cantantes– concitan tales multitudes voluntarias a su alrededor. Nuestros taqueros (Dios los tenga en su santa gloria) son artistas, magos o maestros danzantes: aquel que en las esquinas reparte los tibios tacos de la canasta como un raro tesoro, o bien ése que en la parrilla pica, corta, combina y ensambla sus muchas creaciones, para no hablar del Houdini que hace que llueva el cilantro y se suspenda por un instante mágico el trocito de piña sobre el taco al pastor.

Es hora de comer, y mi barrio no parece esperar otra cosa que gente con hambre: un mole, un huauzontle, unas simples enchiladas, unos pescaditos del mercado, las portátiles tortas que todo contienen, por no hablar de tantos y tan delirantes helados. Salgo de la casa y hay gente comiendo en el restaurante de la esquina, con sus mesas que invaden la banqueta; los manteles blancos que las copas de vino mancharán y las carnes chisporroteantes sobre las tablas parecen decir: ¿cuál crisis?, más bien ¿cuándo vamos a comer al italiano? Es lo contrario de la cacería, de correr tras el animal y luego despellejarlo y destazarlo y cocinarlo lento o rápido en fogón propio; es, más bien, el colmo de la civilización: salir a estirar el plato, pago mediante, y un mesero, tarde o temprano, proveerá. Un mesero que es como todos nuestros deseos: alto, formal y bien vestido, y toma nota con rapidez pero sin confundir los platos, y sabe de qué lado debe servir qué cosa, y cuándo se termina la conversación y empieza la masticación. Incluso, pienso, los muchos maleantes que ahora pululan deberán descansar un minuto de pensar en perversidades para embucharse su sirloin o su arrachera en un restaurante norteño, rodeados de meseros temblorosos. Y hasta los malos de poca monta ingieren su sopa de coditos. También los políticos, según me han dicho, comen, y en buen restaurante: especialmente los señores diputados.

Rara es la realidad: las cosas que leemos, que sabemos que pasan, el dinero que no alcanza, los trabajos que no están o el miedo que todos sentimos, cada vez más. Pero da mucho miedo pensar en que esta fiesta del mediodía se desvanezca, pues sólo algo muy terrible podría interrumpirla y escondernos a todos en nuestras casas. Pero mientras, todavía cae maná de los edificios: es hora de comer en la calle.


- Un glorioso texto de Ana García Bergua, perteneciente a su columna "Y paso a retirarme" de La Jornada Semanal

domingo, octubre 19, 2008

Escritoras Mexicanas Contemporáneas [2]: Edith Villanueva Siles

"Las Novelas del Corazón"

Consideré que visitar una biblioteca en Brooklyn me pondría a salvo de la carencia de información y de la ignorancia en la que estaba inmersa. Al abrir la puerta pude oír el barullo de la gente, tal cual si fuera una romería. Dicha algarabía se debía a la larga espera, treinta minutos, para poder usar una computadora. La mayoría de las personas que estaban allí tenían ese particular gesto que la demora deja en el rostro.

Caminé entre los pasillos hasta encontrar la sección en español, unos quinientos libros aproximadamente, cantidad muy limitada para una biblioteca que se encuentra en el barrio latino. Cuando vi que en uno de los estantes, semejante a los que ponen en los supermercados junto a las cajas registradoras, estaba la colección completa de El libro vaquero, Semanal, Sentimental, Jazmín y Julia, sentí exactamente lo que dice la definición de electricidad en el diccionario: propiedad fundamental de la materia que se manifiesta por la atracción o repulsión entre sus partes, originada por la existencia de electrones con carga negativa, o protones, con carga positiva.

Me detuve un rato y respiré profundamente para reponerme del choque entre protones y neutrones; sin embargo mi mente reaccionó de inmediato haciéndome esta pregunta: ¿choque de qué? Si a los hispanos nos encantan este tipo de novelas, Estados Unidos no puede tener la culpa también de esto, no podemos hacerlo responsable de los “libros” que adquiere el programa de bibliotecas, específicamente el del barrio mencionado y sus alrededores; por el contrario, debería sentirme complacida de estar tan cerca de mi pueblo, de mi gente y de mis raíces literarias, los bibliotecarios no tienen la culpa de su incultura.

A ver, para qué necesitamos a Hamlet o a Sueño de una noche de verano si a cambio tenemos a Huele a peligro y Mi padre es mi rival, ni qué decir de Rulfo y Cervantes si podemos disfrutar de DF el nuevo Chicago, sin mencionar a El coronel no tiene quién le escriba contra Ángel protector y a La Regenta o Madame Bovary, si para eso está la colección completa de Bianca, Julia y Jazmín.

¿Quién va a extrañar a la Woolf, a la Duras o a la Yourcenar y no se diga de la Nin, si tenemos la historia de Mari Boquitas y al padre protector de Cuauhtémoc Sánchez, sin mencionar todas las sopas, guisados y calditos de pollo para el alma? ¿Quién necesita a Dostoievsky, Joyce, James, Neruda, Paz, Vila Matas, Ruiz Sánchez, Kipling y Conrad?

Será que a nuestros vecinos les interesa que sigamos leyendo novelas del corazón, o es que se nos olvidó incluir en nuestro sueño americano la literatura de calidad y le hemos dado más importancia a la tecnología y a lo artículos copia Channel.

- Un artículo de Edith Villanueva Siles publicado originalmente en La Jornada Semanal.

sábado, octubre 18, 2008

Escritoras Mexicanas Contemporáneas [1]: Leticia Martínez Gallegos

"El Último Beso"

Las cortinas se abren y sobre la duela gastada aparece el mago. Juega un par de suertes a la vista del público que, ansioso, espera más intensidad. Hasta ahora, él no ha necesitado ayuda; solo, permanece en el centro del escenario donde los trucos sobreviven sin problema. Minutos. Un ayudante aparece empujando la tradicional caja de madera. Luces, música, aplausos, todo se desvanece, se diluye poco a poco mientras el mago abre las puertas de la caja. Melodía árabe, destellos multicolores y una muchacha saliendo despacio del encierro. Movimientos de cadera en redondo, las palmas de las manos juntas jalando su cuerpo hacia arriba, sin prisa, se muestra completa. Luego de varios giros, su espalda queda al público y la pequeña blusa de lentejuela encuentra el reflejo del rostro fragmentado de Mauricio. Desde ese lugar donde ocupa un asiento más entre el público, el maduro hombre se truena los dedos, saliva, aprieta las manos haciendo puños, suda. La muchacha remata la espectacular salida con un beso en la boca para el mago. PAUSE. En la mente de Mauricio ese momento se paraliza sin remedio. Cuando regresa al tiempo real de la situación, ya todo pasó: FF la muchacha regresó a la caja, el mago cerró las puertas, el ayudante le entregó el serrucho, el mago serruchó la caja por la mitad y mostró al público la constancia de un cuerpo dividido en dos. PLAY. Mauricio mira con obsesión cómo el mago abre de nuevo las puertas y la muchacha da un salto mostrando su curvilíneo cuerpo completo. Aplausos. El mago la toma de una mano y la gira un par de veces como muñeca de caja musical. El acto termina con otro beso mágico. ¡Cuántos besos!, maldita sea. Las cortinas de terciopelo guinda caen y el público sale.

La caja permanece tras bambalinas. Mauricio busca a la muchacha en el camerino y le entrega una pequeña maceta con un árbol de buganvilias bonsai. ¡Qué gusto que vinieras!, dice ella mientras se eleva sobre las puntas de los pies para alcanzarle el cuello y sentir su vaho alcoholizado. Mauricio la toma de la mano para llevarla al escenario; tararea una melodía. Se abrazan y se aprietan. Él no aguanta más y abre las puertas de la caja, la avienta hacia adentro y luego entra él quedando encima de su ligero cuerpo. Mauricio recorre con la lengua ese rostro pintado, ella cierra los ojos y mueve la cabeza hacia los lados para que no quede un solo espacio sin saliva. Los dos sudan en exceso, respiran fuerte.

Entonces Mauricio le arranca de un tirón las pestañas postizas y desesperado la besa en la boca. Ante el exceso de fuerza, la muchacha quiere interrumpirlo, lo empuja con la lengua, las lenguas luchan entre sí y la muchacha gana. Mauricio le toma con fuerza las manos y saca un lazo para amarrárselas. Ella sonríe y echa los brazos amarrados hacia atrás para ofrecer la extensión de su cuerpo en plenitud. Más mordidas en los labios. Ante la negativa para abrir de nuevo la boca, Mauricio le aprieta las mejillas hasta que la dentadura se abre. Otra vez la besa agresivamente y ella responde duplicando su agresividad.

Luego de unos minutos, Mauricio sale de la caja con la camisa manchada de sangre y un pedazo de lengua en la mano.

La muchacha quiere gritar, pero se ha quedado sin voz.


- Un cuento de Leticia Martínez Gallegos publicado originalmente en La Jornada Semanal el 27 de julio de 2008.